martes, 31 de julio de 2012

Una JMJ "avant la lettre"

Los días 28 y 29 de agosto de 1948 se congregaron en Santiago de Compostela varios miles de jóvenes de toda España  y de varios países extranjeros en una peregrinación organizada por la Juventud de Acción Católica con motivo del Año Santo Jacobeo que se celebraba esos doce meses. En su edición de aquellos días, ABC cifraba en 75.000 los peregrinos, de los que 15.000 eran españoles, y el resto procedían de 29 países diferentes.

Mi padre, Francisco Varo Lucena, participó en esa peregrinación, y las líneas que siguen se hilvanarán a partir de los recuerdos que me quedan de lo que él me contó.

Había cumplido 20 años unos meses antes, concretamente el 23 de mayo. Y también un poco tiempo antes, por Semana Santa, se había comprometido formalmente con una preciosa chica, Ángela Pineda Fernández, con la que se casó en 1954 y de cuya unión nací yo en 1956.

Eran tiempos difíciles, muy difíciles. Las cartillas de racionamiento formaban todavía parte de la vida cotidiana de los españoles, y seguirían formándola unos años más; la libertad política era una entelequia y al autarquía impuesta por el aislamiento en que quedó España tras la Segunda Guerra Mundial obligaba a casi todos los españoles a ingeniárselas continuamente para encontrar algo de comer. 


Mi padre (con un libro en las manos),  junto a su maestro y otro alumno, posiblemente el que, de sobrevivir, hubiera sido mi tío José (fallecido en 1940). La foto debe de ser de hacia 1936.

Por esas mismas dificultades, mi padre había empezado a trabajar en 1940, cuando tenía sólo doce años. Su hermano José había muerto de tifus unos meses antes a los dieciséis años de edad, y su maestro,  don Rafael Suárez-Varela, vio que era un chico despierto y bien dotado para la aritmética, pero supo, porque conocía las condiciones económicas en que vivían mis abuelos, que no podría estudiar el Bachillerato; por eso mismo fue un día a hablar con mi abuelo, José Varo Requena, a pedirle que "Paquito" empezara a trabajar con él, ya que Suárez-Varela, además de maestro -"con el número 1 del escalafón en Córdoba", repetía mi padre- era el habilitado que recibía cada mes, en efectivo, las pagas de todos los maestros de la provincia, a los que tenía que hacérselas llegar. El trabajo de mi padre consistiría en ir a Correos todos los meses a enviar a los maestros de la provincia, por giros postales individualizados, sus sueldos correspondientes; en cuanto a los de la capital, tendría que llevárselos en mano a sus colegios, de acuerdo con un itinerario establecido. Mi padre me contaba que él, con su inocente picaresca infantil, no hacía el recorrido mensual que su "jefe" -su maestro- le marcaba, sino que empezaba siempre el reparto por los maestros que le dejaban a él mejor propina.

En 1948, cuando tuvo lugar la peregrinación, ya no trabajaba mi padre con don Rafael, sino que estaba de contable en las desparecidas Bodegas La Fuensanta, que ocupaban el edificio que hoy alberga el Colegio Público Caballeros de Santiago y cuyo gerente era Francisco Melguizo Fernández. Y seguramente aprovechando las vacaciones de ese trabajo se sumó a la peregrinación a Santiago. Se integró en el grupo organizado por la sección masculina de los Jóvenes de Acción Católica de la parroquia de San Pedro, que junto a otros grupos de otras parroquias y pueblos de la diócesis se dirigieron a la tumba del Apóstol para ganar el Jubileo.

Evidentemente los transportes no eran como ahora. El viaje de ida supuso tres días de trayecto, y otros tantos el de vuelta, a los que hay que sumar la estancia de dos días en Santiago.

Antes de salir, tuvo lugar una misa de despedida en la parroquia de San Pedro, a la que asistieron los jóvenes peregrinos y sus familias. La primera etapa los llevó de Córdoba a Madrid, en un tren nocturno que tardó algo más de ocho horas en cubrir su recorrido. En la capital de España los jóvenes fueron recogidos para ser llevados a Santiago en camiones: nada de autobuses ni autocares, sino camiones de transporte en cuya caja descubierta, donde iban habitualmente las mercancías, se habían fijado unos bancos corridos de madera, sin respaldo, en los que se sentaron los viajeros. A nuestra comodidad de hoy le cuesta imaginarse un viaje en esas condiciones, bajo el sol de agosto, sobre carreteras que desde luego no eran de asfalto -en el mejor de los casos, de adoquines, cuando no de tierra- y en vehículos lentísimos, si los comparamos con los hoy disponibles.

Llegaron a León al anochecer del jueves 26. Allí fueron recibidos por el obispo, a la sazón Luis Almarcha, y durmieron en el suelo del claustro de la Catedral leonesa. Recordó mi padre muchas veces el impacto que le produjo, una vez levantado y aseado, asomarse al interior del impresionante templo gótico y quedarse deslumbrado por la luz que penetraba a través de las vidrieras. Allí asistieron a misa y empezaron la última etapa, también en camión.

El viernes 27 alcanzaron la tumba del Apóstol. Muchos años después, en 1982, cuando fui a Santiago por primera vez en mi luna de miel, recordé al abrazar su imagen la emoción con que mi padre me contó su abrazo, que simbolizaba, como en todos los peregrinos, la alegría y la acción de gracias a Dios por el objetivo alcanzado.

Ese mismo día fueron llegando a Santiago, además de los miles de peregrinos,  las autoridades civiles y religiosas de la España de su tiempo (en ese tiempo era difícil en ocasiones distinguir a unas de las otras). También acudieron legados pontificios en nombre del Papa, Pío XII, entonces "felizmente reinante" como se decía cuando se hablaba de él.

El acto central de la peregrinación tuvo lugar el sábado 28, y consistió en un solemne pontifical en la Catedral compostelana al que acudieron las autoridades mientras los jóvenes seguían la ceremonia por megafonía repartida por la plaza del Obradoiro y el resto de la ciudad. El momento culminante tuvo lugar cuando el Papa, desde Castelgandolfo, pronunció en directo una alocución en castellano que, por vía telefónica y por la misma megafonía, llegó a todos los presentes. En sus palabras, que reprodujo el diario ABC íntegramente en su número del día 29, elogió el sentido espiritual de la peregrinación y  animó a los jóvenes a luchar por la fe y contra las dificultades no sólo del camino material, sino de toda la vida en su conjunto.
 
Medalla conmemorativa de la peregrinación internacional a Santiago de Compostela, celebrada en 1948.

A los peregrinos se les entregó como recuerdo un sencillo bordón rematado en forma de cruz, que según mi padre se conservó en su casa varios años, aunque yo no llegué a verlo. También se les hizo entrega de una medalla conmemorativa, que gracias a Dios pude rescatar hace apenas unas semanas y de la que no tenía noticia anterior. También se hizo a los distintos grupos de jóvenes una fotografía de recuerdo, que yo he visto siempre en casa de mis padres, aunque daba por perdida porque llevaba muchos años sin verla. Afortunadamente, también la recuperé hace unas semanas y ahora puedo mostrarla en este blog.


Jóvenes de Córdoba asistentes a la peregrinación de 1948.

 Pasó la gran peregrinación, a la que podemos calificar sin mucho margen de error de "una JMJ avant la lettre". No hubo millones de jóvenes, sino sólo unas decenas de miles. Tampoco vino el Papa, porque en aquellos tiempos el Sumo Pontífice no salía de Italia, ni hubo retransmisiones por televisión, sencillamente porque la pequeña pantalla aún tardaría ocho años en llegar a España. Pero quedó en quienes asistieron el recuerdo -muy similar al de los jóvenes que ahora cruzan el mundo en las JMJ- de unos días de convivencia, fe y sacrificios llevados con alegría hasta uno de los lugares más emblemáticos del mundo católico.

Y quedó, eso sí, la semilla de lo que andando el tiempo sería el movimiento de Cursillos de Cristiandad, que tuvo en aquellas jornadas uno de sus hitos fundacionales.

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