martes, 17 de julio de 2012

El 18 de julio de 1936 en mi familia

No pretenden las siguientes líneas saldar ninguna cuenta, ni cambiar la historia, ni –mucho menos− juzgar los comportamientos de personas de mi familia en momentos dificilísimos de su vida. Lo único que quiero, con las líneas que siguen, es poner por escrito relatos que en forma oral me han llegado de boca de mis padres, y que recogen la pequeña memoria del impacto en la vida cotidiana de la tragedia que afectó a España entre 1936 y 1939. Al llegar el 18 de julio de 2012, exactamente 76 años después del comienzo de la guerra, quiero rendir con estas líneas un modesto homenaje a todas las personas y familias de cualquiera de los dos bandos que sufrieron en su carne, en la mayor parte de los casos sin haber tenido antes del conflicto implicación política alguna, o muy tenue, los rigores de la barbarie.
 

Detesto la manipulación que ni siquiera tienen la decencia de disimular los que promueven la llamada Memoria Histórica, que no es sino una forma de venganza, cuando no un medio de obtener subvenciones públicas con la excusa del sufrimiento acumulado por miles de personas durante muchas décadas. Antes de empezar declaro que lo que aquí se cuenta no tiene ni quiere tener nada que ver con esa forma de «vendetta» intelectual. Sólo quiero, como he dicho, contar lo que pasó en mi familia y homenajear a todas, repito, a todas las personas que aquí se mencionan, sin distinción ni filtro ideológico alguno.

 

El 18 de julio de 1936 en mi familia



El 18 de julio de 1936 era sábado. Ese día, mi abuelo, José Varo Requena, llegó a casa de su trabajo –era jefe del obrador en la confitería La Purísima− bastante preocupado. Según me contó mi padre, que entonces tenía poco más de ocho años, se dirigió a la cocina, donde mi abuela, Encarnación Lucena Pérez, terminaba de preparar el almuerzo. «Los militares de África se han levantado contra la República –le dijo−, la cosa está muy negra y puede pasar de todo». Mi padre asomó y, como preguntara a sus padres qué pasaba, mi abuelo le dijo:
 

−Niño, vete de aquí, no pasa nada, no debes escuchar las conversaciones de los mayores.
 

 Mi abuelo José Varo Requena (con el batidor en la mano) junto a sus compañeros de la Confitería La Purísima, en una foto de hacia 1936.

Al terminar de comer, mi abuelo se acostó a dormir la siesta. Después de levantarse se arregló y se dispuso a ir, como todos los sábados, a dar un paseo y a tomarse su medio de «Amargoso» en la taberna El Gallo de la calle María Cristina. Su casa estaba en el número 32 la calle Gutiérrez de los Ríos, y era una casa antigua, de las llamadas «de vecinos», con un gran patio en cuyo centro había un pozo encalado y, en uno de los lados, la cocina comunal, aunque mis abuelos disponían de la suya propia en su vivienda, situada en la planta alta.
 

Mi padre recordó muchas veces que ese día volvió su padre mucho antes de lo acostumbrado. Al subir por la calle Carreteras –también llamada Pedro López− a la Espartería, vio unos cañones de artillería apostados en la confluencia de Diario de Córdoba y Rodríguez Marín con Joaquín Costa –esta última, hoy llamada Capitulares−, que hacían algunos disparos al edificio del Ayuntamiento.

Obviamente, mi abuelo regresó a toda prisa a su domicilio sin tomarse su medio de vino. Mi padre nos contó que el día siguiente, domingo, permanecieron encerrados en la casa, sin salir absolutamente para nada, «ni siquiera a misa», apostilló, recordando que San Pedro era su parroquia y a ella solían acudir sin falta para cumplir el precepto dominical.


Problema de conciencia


Pasaron unos días. Mi padre no me contó nada de las jornadas inmediatamente siguientes. Seguramente mi abuelo, con todo el miedo del mundo, iría a su trabajo en la confitería desde el lunes día 20. Lo que sí me narró mi padre, con todo lujo de detalles, fue que muy pocos días después del alzamiento militar se presentó en su casa su tío Antonio Lucena Pérez, hermano de mi abuela y por tanto tío carnal de mi padre.

Antonio Lucena era platero y pertenecía al sindicato UGT. Mi abuelo, por lo que me dijo una vez una de mis tías, estaba afiliado al Sindicato Católico de su sector profesional. El caso es que Antonio Lucena fue a ver a su cuñado a pedirle un favor dificilísimo: al parecer, le contó que sabía que lo estaban buscando las «nuevas autoridades», seguramente para pasarlo por las armas, al ser conocida su pertenencia al sindicato socialista. 

Lo que le pedía a su cuñado era que lo protegiera escondiéndolo en su casa. A mi abuelo esto le supuso un problema de conciencia, porque –siempre en base a las narraciones que recuerdo de mi padre− le dijo:

−Pepe, si te cogen en cualquier sitio a ti te matan a ti, y dejarás viuda e hijos. Si te cogen aquí y ven que yo te he escondido, serán dos las viudas y ocho los huérfanos.

Como Lucena insistiera, mi abuelo le preguntó:
 

−¿Pero tú has hecho algo?
 

−¡Yo no he hecho nada! ¡Yo no he matado a nadie!
 

−¿Pero tú no tienes un arma?
 

Y aquí mi padre me contaba que su tío le dijo a su padre que sí, que tenía una pistola que le habían dado en el sindicato al tener noticia de la sublevación militar. Como ésta había triunfado sin excesivas dificultades en Córdoba capital, era fácil que supieran dónde y cómo estaba cada dirigente de los partidos y sindicatos de izquierdas.
 

Mi padre recordó que vio a mi abuelo y a su tío bajar las escaleras de la casa y dirigirse al pozo que había en el patio. Antonio Lucena sacó la pistola del bolsillo y la arrojó al pozo. 
La prueba que podrían haberle hallado ya no la tenía y nadie –salvo el cuñado del sindicalista de la UGT y un niño de ocho años, que era mi padre− darían cuenta de dónde estaba el arma.
 

El que –de haber sobrevivido− podría haber sido mi tío-abuelo, Antonio Lucena, salió de la casa de mi abuelo cabizbajo, tal vez ligeramente aliviado al no llevar encima la pistola que le habían dado.
 

Según los libros de entierros de los cementerios de Córdoba, citados por Francisco Moreno Gómez (1), aparece como fusilado el 3 de septiembre de 1936. Seguramente lo matarían sin hacerle ni siquiera un simulacro de juicio. Tenía 36 años.
 
Por lo que me contó mi padre, a mi abuelo le quedó toda su vida el problema de conciencia de no haber ayudado a su cuñado escondiéndolo en su casa, pero sabía que, de haberlo hecho, habrían sido dos las  viudas y ocho los huérfanos.

Cambio de camisa


De cómo se vivieron los primeros días de la guerra en la familia de mi madre no sé mucho. Mi madre me contó en alguna ocasión, pero siempre con recelo y como queriendo ocultar algo, lo que había pasado con su padre.

Mi abuelo, Antonio Pineda Sánchez, nació en Alicante pero se crió en Granada, donde su padre –mi bisabuelo Manuel Pineda López, era un reputado maestro. La vocación inicial de mi abuelo fue la Medicina, pero la temprana muerte de su padre, que falleció cuando él sólo tenía 16 años, hizo que se quedara en practicante (hoy se diría ATS o DUE).

Sacó por oposición una plaza en el Hospital de Agudos de Córdoba, y allí tenía su puesto de trabajo cuando empezó la guerra. Dicho centro sanitario se hallaba entonces en el Hospital del Cardenal Salazar, hoy sede de la Facultad de Filosofía y Letras.
 


Por lo que pude deducir de lo poco que me habló mi madre de esta etapa de su vida, había tenido antecedentes republicanos, y hasta asistió a alguno de los mítines del Frente Popular previos a las elecciones de febrero de 1936. En algún momento me contó mi progenitora que la afinidad de su padre estaba en Izquierda Republicana, el partido de Azaña, aunque no puedo precisar más.

Cuando, ese sábado 18 de julio, el «Movimiento» se hizo dueño de Córdoba capital, mi abuelo –siempre en base a la poca información que me transmitieron sobre este particular− se mantuvo a la expectativa, como esperando a ver de qué lado se decantaba la balanza tras la incertidumbre inicial.

Una vez confirmado el triunfo de la sublevación, mi abuelo se dirigió a las nuevas autoridades y se puso a su disposición, pidiendo el ingreso en Falange. Hasta fue sometido a determinadas «pruebas» −mi madre me habló de hacerle tomar aceite de ricino− para comprobar la veracidad de su «conversión». Repito que cuando mi madre me contó esto no me dio muchos pormenores, pero sí recuerdo perfectamente haberle oído decir lo del aceite de ricino. Era usual que, en estas situaciones, al recién llegado se le pidiera, como prueba de su nueva lealtad, que diera información sobre sus compañeros de partido o sindicato, o dicho de otra forma, que los delatara. No sé si a mi abuelo se lo pidieron ni si él facilitó algún tipo de datos por propia iniciativa.

Lo que sí es cierto es que, pasado un poco tiempo, pidió la excedencia como practicante del Hospital Provincial y se alistó como alférez provisional, lo que le llevó a ser destinado a Asturias, donde pasó parte de la contienda. Al terminar la guerra aún se tuvo que trasladar, ya con su familia, a varios destinos, como Sevilla, Málaga o Barcelona, donde le sorprendió en 1940 la llamada «Ley Varela», que licenciaba a los alféreces provisionales y que lo obligó a regresar a Andalucía, aunque no a su puesto en el Hospital, puesto que había pedido la excedencia por diez años y aún le faltaban varios para poder pedir el reingreso. Para salir adelante se presentó a unas oposiciones de la Policía Secreta –creo que su nombre exacto era «Brigada de Investigación Social», pero no sé si fue precisamente a ese cuerpo al que opositó−, que volvieron a trasladarlo, esta vez a Cádiz, pero esa es otra historia que quizá recoja por escrito más adelante.


Foto de mi abuelo materno como alférez provisional, remitida a su familia desde Asturias en 1938.


Es curioso: las escasas fuentes históricas a que he acudido –tampoco he pretendido hacer una investigación en toda regla− señalan que la «Ley Varela», promulgada en el BOE del 12 de julio de 1940, ordenaba el pase a la reserva de los militares «hubieran colaborado con la República o se hubieran mostrado tibios en el apoyo a los alzados» (2), y en aplicación de la misma «fueron investigados por comisiones depuradoras unos 5.000 militares» (3).

Sin embargo mi abuelo, aunque tal vez pasara un tiempo de duda antes de hacerse alférez provisional, no era ni había sido nunca militar de carrera, y de hecho, por las conversaciones que mantuve con él, aunque ya un tanto difuminadas en mi recuerdo pues murió cuando yo tenía 19 años, en 1976, sé que participó en la contienda, sobre todo en Asturias, con la determinación y la dureza que era de esperar en aquellas circunstancias. En cualquier caso, nunca me hablaron en la familia de mi madre de que la causa de su obligado abandono del Ejército fuera la tibieza o falta de sinceridad de su «cambio de camisa».

Es indudable que algunos o muchos de quienes se alistaron en los Alféreces Provisionales lo hicieron como medida preventiva para evitar complicaciones por actuaciones anteriores durante la República. En qué grado se hallaba mi abuelo en aquellos difíciles días es muy difícil determinarlo, y lo que hiciera después, con la guerra ganada y Franco en el Gobierno por casi cuarenta años, ya no cuenta porque es fácil de explicar. De hecho, conservó hasta el final de su vida una camisa azul con el yugo y las flechas: por cierto, al morir, mi abuela me la ofreció a mí para que la usara –quitándole lógicamente el «cangrejo»− pero rehusé el ofrecimiento. Era ya el verano de 1976 y el tiempo de la Falange estaba ya definitivamente pasado, si es que no llevaba pasado unas cuantas décadas.

(1) MORENO GÓMEZ, F. (1982): La República y la Guerra Civil en Córdoba, primera edición, Córdoba, pág. 684.

(2)  PUELL DE LA VILLA, F. y ALDA MEJÍAS, S. (2010): Los ejércitos del franquismo. Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado – UNED, Madrid, pág. 171.

(3)  [MARTÍNEZ DE BAÑOS CARRILLO, F.: El Ejército contra el Maquis, en http://usuarios.multimania.es/historiaymilicias/html/etmaquis.htm.

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