martes, 7 de abril de 2015

Una reflexión después de Semana Santa

Sobre la Semana Santa, y en Córdoba –seguramente también en otros sitios–, se dicen muchas falacias, se repiten muchas mentiras que, a base de propalarse una y otra vez, todo el mundo acaba por creerse, especialmente los que de forma interesada esperan sacar de ellas alguna rentabilidad política, económica o social.

     Hace unos años, en una misa de Domingo de Ramos, el párroco dijo en la homilía que «hay vacaciones porque es Semana Santa, no es que se haya puesto la Semana Santa en una época de vacaciones». Con eso quería decir el buen sacerdote que primero fue y es la celebración religiosa, luego vino lo que la historia y el arte han generado a su alrededor en nuestra tierra, y después, mucho después, las vacaciones y el turismo, costumbres que como sabemos llegaron a nosotros hace bastante menos de un siglo.

     Completando el razonamiento del párroco citado, tanto los distintos presidentes que se han sucedido en la Agrupación de Cofradías como los alcaldes y la alcaldesa que han ido calentando el sillón principal de Capitulares en las últimas décadas han repetido la misma frase: «Córdoba se llena de turistas en Semana Santa porque tenemos una Semana Santa magnífica y bla, bla, bla». O sea, que para ellos la gente de fuera viene a Córdoba a ver la Semana Santa, a ver las procesiones, los pasos y las cofradías.

     Pues no. Dándole la vuelta a la tortilla que lanzó al aire el cura en su sermón, yo creo que los turistas vienen a Córdoba en Semana Santa porque es tiempo de vacaciones, el primer gran puente de primavera. Y luego, de resultas, pero sólo de resultas y a modo de añadidura o propina generosa, se encuentran con una Semana Santa que casualmente –por el trabajo de las cofradías y de nadie más– es una de las más interesantes de Andalucía, aunque no acaba de acercarse ni de lejos al eje Sevilla-Málaga que se traza en estos días.

     Porque esos mismos turistas que vienen de fuera y llenan los hoteles vienen sobre todo a ver la Mezquita (y también la Catedral, que resulta estar en el mismo sitio que la Mezquita), a pasear por la Judería, a darse un salto a Medina Azahara, a probar el salmorejo y los rabos de toro y a sufrir el asalto de las gitanas que le ofrecen romero o buenaventuras en la calle Torrijos… Es decir, vienen a hacer lo mismo que harían en Córdoba en cualquier época del año, con independencia de que haya procesiones o no.

     Llevo muchos años –cinco menos de los que marca mi DNI– viendo procesiones de Semana Santa, metiéndome entre las bullas, sorteando abuelitas apalancadas o familias que utilizan un niño en cochecito para impedir que los demás puedan moverse… y entre esa masa apenas oigo hablar idiomas extranjeros o español con un acento distinto del cordobés. No tengo ni la más mínima duda de que el porcentaje de personas que vienen -por ejemplo- de Madrid, Barcelona o Bilbao (y no digamos nada de París, Munich o Bruselas) a ver expresamente las procesiones cordobesas ni siquiera aparecería en las estadísticas. El público espectador de la Semana Santa es abrumadoramente local: si acaso a veces se ve algún turista despistado, casi siempre nacional. En noches de Semana Santa no hay muchos madrileños ni catalanes en Bocadi ni en Casa Lucas, como no hay a mediodía muchos cordobeses en El Bandolero; tampoco se ven muchos forasteros en la recogida de Ánimas, contemplando a la Paz por los jardines de Colón o acompañando a la Agonía en la Fuente de la Salud. Y no digamos nada de los palcos y sillas, ya que ni uno solo de los palcos, ni uno solo, tiene la posibilidad de ser reservado y ocupado por visitantes de fuera.

     Hace unos años se presentó un prolijo estudio económico del impacto económico de la Semana Santa de Córdoba en la ciudad, y se daban cifras elevadísimas. El trabajo –de cuyo rigor no voy a dudar, pues soy analfabeto en economía– llegaba al extremo de precisar en qué medida la Semana Santa beneficiaba, por ejemplo, a los vendedores mayoristas de tomates por su mayor demanda en los restaurantes. Ya digo, no voy a dudar de la seriedad de ese memorándum, pero si al principio me parecieron desorbitadas sus cifras, ahora lo que puedo afirmar tranquilamente es que ese impacto económico no se produce como consecuencia directa y necesaria de que hay 37 cofradías en la calle haciendo estación y repartidas entre seis días de procesiones. Ahora afirmo con rotundidad que ese impacto económico se produce… simplemente porque viene mucha gente aprovechando las primeras vacaciones del año.

     Si alguna vez, por las razones que fuera –y Dios no lo permita– todas las cofradías anunciaran de antemano que no harían estación, que se quedarían en sus templos sin montar siquiera las imágenes en sus pasos, estoy seguro de que el número de visitantes foráneos, tanto españoles como extranjeros, no descendería de forma significativa; sí bajaría, sin duda, el impacto económico, pero exclusiva o al menos principalmente por la bajada brusca del consumo local, es decir, por lo que los propios cordobeses dejaríamos de gastarnos en bares y cafeterías (en Semana Santa no nos gastamos nada en hoteles y muy poco, poquísimo, en restaurantes). Es más, cuando la lluvia malogra en todo o en gran parte las salidas procesionales, a los responsables de los hoteles y restaurantes les da exactamente igual, porque el nivel de ocupación, siempre alcanzado mediante reservas previas, no se modifica de forma sustancial; otra cosa, desde luego es lo que ocurre en bares y cafeterías, ocupadas principalmente por público local.

     Tampoco puede alegarse que vienen turistas porque la Semana Santa cordobesa esté declarada «de Interés Turístico Nacional de Andalucía». Aparte de que la forma lingüística de la denominación tiene tela marinera, son ya tantas las Semanas Santas declaradas de Interés Turístico en sus distintas categorías que contar con esa distinción apenas tiene ya valor distintivo: ¡si hasta la Semana Santa de Palenciana, dicho sea con todos los respetos, tiene la misma categoría! Y es que no creo que un turista, por ejemplo de Zaragoza o de Montpellier, que quiera venir a Andalucía en Semana Santa, se ponga a seleccionar su destino descartando los lugares que no tengan una Semana Santa de Interés Turístico. Si viene a Córdoba es porque es Córdoba, y no porque cuente con una discutible distinción que ni siquiera figura en los carteles de Semana Santa.


     Pero pasa lo mismo todos los años. Acaba la Semana Santa y si –como ha ocurrido este año– el tiempo se ha comportado y ha permitido la salida de todas las cofradías, el alcalde y el presidente de la Agrupación echan las campanas al vuelo y celebran la magnífica Semana Santa que tenemos, la aportación que hacen las cofradías a la ciudad, el impacto económico de las procesiones, bla, bla, bla… Y se repite la falacia una vez más, hasta el año que viene.