martes, 6 de septiembre de 2011

¿Calidad de la enseñanza?

Digámoslo con claridad para empezar: que los profesores de Secundaria tengamos que dar dos horas más de clase a la semana no supone en absoluto ninguna merma en la calidad de la enseñanza. Repito: ninguna. Quien diga lo contrario miente de forma consciente y deliberada. Además, la ley fija el número de horas lectivas entre 18 y 21, de modo que si ahora impartimos 18 y mañana 20, seguiremos estando dentro de la ley. Otra cosa es, lógicamente, que dar esas dos horas nos guste o nos apetezca más o menos, o que nos produzca más o menos cansancio o estrés. Pero la calidad de la enseñanza es otra cosa.

Llegué a la Educación hace casi 33 años, y he dado clases en la antigua y desaparecida Formación Profesional, en el asesinado BUP, en el dinamitado COU... Y ahora me las veo con alumnos de la ESO y, ocasionalmente, con el nuevo y cercenado Bachillerato de dos cursos.

He visto, en todos estos años, hacer auténticas barrabasadas con la calidad de la enseñanza sin que nadie de los que ahora protestan hayan movido un dedo; es más, si los han movido, ha sido con el resto de las manos para aplaudir con entusiasmo.

He visto, por ejemplo, cómo se reducían las horas de clase de mi asignatura, Lengua Española y Literatura. ¿Alguien duda de que la Lengua es, junto a las Matemáticas, la materia básica y fundamento de todas las demás? Pues bien, en el BUP que yo di en 1979 había cinco horas semanales de clase de esta asignatura, tanto en 1º como en 2º de dicho bachillerato. Los alumnos que ahora tienen la misma edad 3º y 4º de ESO disponen sólo de cuatro horas en 3º y tres en 4º. Si alguien piensa que eso ha contribuido a mejorar la calidad de la enseñanza, que lo diga públicamente. Y recuerdo que, en mi bachillerato del Plan de 1957, yo tuve, con diez años de edad, seis horas semanales de clase de Lengua, porque había clase los sábados. De la desaparición en la práctica del Latín no digo nada, sólo que los socialistas han seguido la peor mitad de la estela del ministro franquista que dijo eso de «menos Latín y más deporte», porque tampoco han dignificado el papel importantísimo de la asignatura de Educación Física y de sus profesores.

He visto que, al tiempo que nos quitan horas a las materias básicas y realmente importantes, se generan tonterías como los llamados «Proyectos Integrados» que sólo sirven para que los alumnos, y un buen número de profesores, los llenen con las más peregrinas maneras de perder el tiempo. ¿Alguien ha protestado públicamente? No me consta.

He visto la aparición de «joyas pedagógicas» como la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que tanto los alumnos como los profesores se toman como lo que realmente es: en el caso de los primeros, una «maría» como las de la vieja escuela, y para los segundos un simple recurso con que completar el número de horas lectivas de cada curso; dejémonos de historias y de «pegos» como decimos los cordobeses: ningún profesor elige esta materia, en primera instancia, para cubrir sus dos primeras horas lectivas.

He visto cómo se ha tenido que permitir que promocionen al curso siguiente, «por imperativo legal», alumnos con seis o siete asignaturas suspensas en septiembre. Fue una medida «progresista» de la LOGSE, aprobada e impuesta siendo ministro de Educación el señor Pérez Rubalcaba, y que pese al daño inmenso que está haciendo sigue escandalosamente vigente. Es como si, por ejemplo en Sanidad, una ley ordenara dar de alta «por imperativo legal» a un enfermo con siete fracturas en otros tantos huesos, sólo porque tiene cierta edad o porque ha pasado demasiado tiempo en el hospital.


He visto cómo las juntas de evaluación se han convertido en campos de batalla, sin ninguna necesidad, para debatir si a un determinado alumno se le concede o no el título de Graduado en ESO, y ello porque la ley la misma LOGSE ordena que se pueda acceder a dicha titulación con hasta dos asignaturas suspensas, siempre que así lo acuerde la citada junta de evaluación, pero sin que la normativa aporte ni un solo criterio objetivo e indiscutible para conceder o no la titulación. ¿Se les hace un favor dando el título a los alumnos que aprobamos con dos suspensas, o más bien se disuade a los que realmente estudian y se esfuerzan para que dejen de hacerlo si, al fin y al cabo, se puede llegar a la misma meta pero por un atajo menos esforzado? ¿Ha protestado algún sindicato de enseñantes, algún partido político progresista cuando se ha implantado esta barbaridad?


He visto cómo se ha degradado, insultado, satirizado y vilipendiado la figura del profesor: en los periódicos, en las series de televisión, en las películas, en la sociedad en su conjunto... Y en los propios centros, con padres que avasallan, inspectores que miran a otro lado cuando hay problemas, delegados de Educación que, cuando se produce una agresión a un docente, echan balones fuera diciendo que son casos aislados. Y he visto a profesores muy valiosos y preparados, con un entusiasmo inicial por su trabajo digno de todo elogio, pero que han tenido que arrojar la toalla y jubilarse lo antes posible, o darse de baja por depresión, o lo que en mi opinión es lo peor de todo  meterse en el redil ahuyentando todo pensamiento crítico, «funcionarizándose» en el peor sentido de esta palabra y limitándose a sobrevivir como buenamente han podido, porque han visto la inutilidad de luchar contra los escualos.


He visto estafas como la llamada «gratuidad de los libros de texto». ¿Cómo pueden tener la poca vergüenza de llamar «Programa de gratuidad de los libros de texto» a lo que en realidad es solamente la cesión provisional, por un curso, de unos libros donde los alumnos no tienen la posibilidad de subrayar ni hacer anotaciones, y que además no podrán conservar el curso siguiente para consultar o repasar sus conocimientos del curso anterior?. Como padre, los años en que mi hijo ha cursado la ESO he renunciado a esta falsa «gratuidad» y le he comprado los libros, consciente de que es una de las mejores inversiones que puedo hacer por él. Reconozco que no todos los padres tienen la posibilidad de adquirir los libros para todos sus hijos, pero lo que no admito es la universalización de la medida: lo que habría que hacer, aunque electoralmente sería menos rentable (y por eso no se hace), es una política racional y justa de becas que se otorguen sólo a quienes realmente las necesitan y se las merecen. Pero que no me digan y hay quien lo ha dicho en mi presencia que «está bien lo de la gratuidad porque no tengo dinero para los libros de mi hijo», si luego el hijo y repito, soy testigo directo lleva a clase un chándal de marca del que el mismo alumno reconoce que ha costado 300 euros, o un móvil de última generación infinitamente superior al mío en tecnología y prestaciones, y que por supuesto cuesta lo que cuatro o cinco libros de texto juntos.


He visto muchas más cosas. Como el poeta León Felipe, «Yo no sé muchas cosas, es verdad. / Digo tan sólo lo que he visto». Y en todo lo que acabo de decir, y en muchas cosas más, he visto el aplauso unánime de los progres, los mismos que ahora se rasgan las vestiduras por tener que dar dos horas más de clase.


De modo que no esperen de mí la más mínima movilización o rechazo a la medida, si me llega, de impartir dos horas más de clase a la semana. Para recuperar la calidad de la enseñanza hacen falta otras medidas, empezando por la derogación simple y llana de la base ideológica del sistema educativo que, como funcionarios públicos, no nos queda otro remedio que soportar.



Antonio Varo Pineda
Catedrático del IES Séneca de Córdoba

miércoles, 24 de agosto de 2011

«On n’est pas fatigués!»

Aunque no pude asistir a los actos centrales de la JMJ en Madrid, sí disfruté en Córdoba de las Jornadas en las Diócesis, y a fe que me sirvieron muchísimo, además de hacer que me lo pasara tremendamente bien

Me ofrecí como guía de un grupo de franceses de Périgord venidos a la parroquia de la Trinidad; sinceramente, en principio sólo esperaba practicar un poco la lengua de Molière, pero me encontré tan bien desde el primer momento –para ser exactos, desde la misa que en la tarde del jueves día 11 concelebraron siete sacerdotes y un obispo− que decidí sumarme a todas las actividades que pudiera.

El primer día, jueves, después de la misa dimos un ligero paseo por el centro, visitando algunas iglesias fernandinas y otros lugares emblemáticos de Córdoba, como la plaza de Capuchinos. El viernes 12 sólo pude sumarme, de noche, a la Fiesta de las Naciones de la Plaza de la Compañía, y lo que una mirada superficial consideraría, con el lenguaje actual, una simple actividad lúdica, fue en realidad para mí un impacto tremendo: lo primero de todo me sorprendió gratísimamente la multiplicidad de nacionalidades representadas, todas ellas en un ambiente de intensa y sanísima alegría. Pude ver canadienses, franceses, peruanos, iraquíes –qué huella han dejado con su testimonio, Dios mío−, coreanos, argentinos, mexicanos, estadounidenses… cada uno son su música y su forma de expresar la alegría que llevaban dentro; yo creo que jamás en su historia ha acogido la Plaza de la Compañía tanta variedad de nacionalidades, ni tanta unidad en la diversidad.

Pero lo de dentro de la iglesia también fue memorable: centenares de chicos y chicas, dirigidos por un sacerdote francés, hacían una oración intensa, que casi se podía tocar con las manos y que gritaba enormemente desde el silencio profundo que inundaba el templo; los confesonarios tenían cola, y las miradas y actitudes de estos jóvenes –en su mayoría, franceses−, su devoción y respeto, su concentración en la plegaria, eran todo un ejemplo para muchos católicos cordobeses, al menos para mí.

El sábado 13 por la mañana los acompañé –como aprendiz de guía turístico− en la Catedral, el Alcázar, la Calleja de las Flores, la Calleja del Pañuelo, que casi la taponan, la Puerta del Puente y el Puente Romano. Como todos los turistas, preguntaban por todo, querían aprender deprisa y hasta me preguntaron dónde podían comprar, para llevársela a sus madres, «esa exquisita crema de tomate» que les habían servido las familias de acogida: se referían, obviamente, al salmorejo cordobés.

Tuve el privilegio de que, como «turista» excepcional, se sumara con gran interés al grupo el obispo monseñor Antoine Ntalou, arzobispo de Garoua (Camerún), además de varios sacerdotes franceses.

El sábado por la tarde me sentí nuevamente privilegiado al asistir a la confirmación de cinco jóvenes franceses. El obispo camerunés que les confirió el sacramento los animó a ejercitar, durante toda su vida, el lema de la JMJ de este año: «Firmes en la fe, arraigados en Cristo», y les pidió dar permanente testimonio de esta convicción en los lugares y ambientes donde vivan.

Por la noche volví a la Compañía, y esta vez el ambiente era si cabe mejor (y además, esta vez la cerveza estaba fría). En la plaza vi la música alegre de los seminaristas iraquíes –que hicieron el milagro de que mi mujer se pusiera a bailar con ellos−, asistí a la representación teatral de los peruanos, disfruté viendo a jóvenes de un montón de países bailando sevillanas, hablé con mis ya amigos franceses de Périgord… En la iglesia, el mismo silencio de la noche anterior, aumentado con la presencia del Santísimo Sacramento; me acerqué, puse una velita, me emocionó ver ojos juveniles venidos de muy lejos y clavados en la Sagrada Forma… y pasada la medianoche, vi nada menos que al obispo de Córdoba sentado en un confesonario dispensando a manos llenas la Misericordia del Señor. Se le veía feliz a don Demetrio.

«On n’est pas fatigués!» gritaban al filo de la una de la madrugada, a modo de alegre manifestación, los jóvenes también franceses de Albi que regresaban a sus casas de acogida en la parroquia del Beato Álvaro y a los que acompañé hasta mi casa, en el barrio de Poniente. Yo tampoco estaba cansado, sino todo lo contrario: feliz y contento, contagiado de su alegría.

Si intenso fue el sábado, lo del domingo 14 fue incomparable. Desde una hora antes de la misa, la Catedral estaba literalmente tomada por miles de jóvenes y por los equipos de la TV francesa, que la emitieron en directo dentro del programa «Le jour du Seigneur». El ambiente era, una vez más, maravilloso. No sé si alguna vez en la secular historia de nuestro templo mayor se ha dado alguna vez mayor concentración de nacionalidades no entre los turistas que lo visitan, sino entre los fieles que asisten a una celebración eucarística. Me acordé entonces del pasaje del Apocalipsis (7, 9): «ecce turba magna, quam dinumerare nemo poterat, ex omnibus gentibus et tribubus et populis et linguis stantes ante thronum et in conspectu Agni», «una gran multitud que nadie podría contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas»; quizá sea una exageración por mi parte, pero al menos a mí me sirvió para pensar que vendría bien que de vez en cuando los que nos decimos católicos nos demos, y perdónese la expresión, un baño de catolicidad, es decir, de universalidad: somos muchos, estamos en todas partes y nuestra patria verdadera es cualquier lugar del mundo en el que haya hermanos en la fe: en palabras del recordado cardenal Tarancón, «en la Iglesia Católica no hay extranjeros».

Por la tarde prosiguió la fiesta. Y la universalidad que vi por la mañana dentro del templo, se derramó por la tarde en el recogido barrio del Alcázar Viejo, ante la Virgen del Tránsito: aún queda en mis ojos el flamear de banderas de decenas de países, como quedan en mis oídos los ecos del «¡Ohhhh!» que salió de muchas bocas poco acostumbradas a ver salir un paso de una iglesia, como queda en mis tímpanos la dulcísima canción francesa que mis amigos de Périgord entonaron espontáneamente cuando la Virgen Dormida enfiló la calle San Basilio. Esa dulzura me recordó que si la Madre de Dios es para los españoles «la Virgen», los franceses la llaman sobre todo «Notre Dame», o sea, «Nuestra Señora», y los italianos «la Madonna». Nunca antes, sin duda, y dudo mucho que se vuelva a dar en el futuro, ha habido «tanto mundo» en torno a la serena belleza de la Virgen de Acá, venerándola con alegría.

En El Fontanar se me acabaron las palabras. Que varios miles de jóvenes poco o nada acostumbrados al calor de Córdoba en agosto pasen un día como el que pasaron el domingo día 14, sin descanso material, y luego tengan por delante una noche para dormir «à la belle étoile», no sin antes tener una buena ración música, representación escénica, adoración del Santísimo Sacramento y qué sé yo cuántas cosas más… Hace pensar que hay muchos jóvenes en el mundo que no sólo hacen grandes sacrificios para asistir a conciertos de rock duro o a competiciones deportivas donde intervienen sus ídolos (que no dejan de ser eso, ídolos).

Volví al amanecer para la misa de peregrinos. Allí estaban los mismos muchachos, más todos los cordobeses que se iban a desplazar a Madrid. ¿Qué me impresionó de la misa? Todo, pero como tengo que decir algo enumeraré sólo dos aspectos: lo primero, que fuera en latín, aunque las lecturas y la homilía se hicieron en varias lenguas; querámoslo o no, y yo lo quiero con toda mi alma, el latín es la lengua de la Iglesia, porque sólo en latín nos podemos unir en comunión con la Iglesia no sólo los que ahora somos católicos, sino que la hermosa lengua de Roma nos une también a la cadena histórica que empezó hace dos mil años y de la que sólo somos eslabones muy pequeños. Lo segundo, el silencio impresionante que se hizo durante la consagración; había unas cuatro o cinco mil personas y parecía que no había nadie: todos, en silencio de adoración, vimos a Dios levantado por las manos consagradas de siete obispos y 133 sacerdotes de los cinco continentes.

Acabó la misa y los peregrinos de dispusieron a desayunar y a partir hacia Madrid. Mis amigos de Périgord desplegaron una gigantesca pancarta con su logotipo, el de la JMJ y su emblema: las palabras «Jeunes du Périgord» y la silueta de su Catedral. Me despedí de ellos en la persona de Géraldine Cros, una joven musicóloga de la región que tenía ya experiencia de otras JMJ.

Luego vino lo de Madrid. Si algo lamento de todo lo pasado es que no me cayera a mí el chaparrón de Cuatro Vientos.

lunes, 2 de mayo de 2011

Dos atardeceres

Fueron dos atardeceres.

Ocurrieron lejos de nuestro tiempo, hace veinte siglos mal contados, y con unos cuarenta y tantos años de diferencia entre uno y otro. Los dos ocurrieron cerca de un Mediterráneo que los romanos llamaban ya, con toda la razón, Mare Nostrum. Debió de brillar en ellos una luz similar, de un azul dulcísimo teñido de violeta suave.

El primero fue cerca de Roma, en Italia. Un pastor, tumbado a la sombra de un haya, canta feliz su amor por la hermosa Amarilis. Otro, triste, se despide de él porque debe abandonar sus tierras en aplicación de una ley injusta. Nos lo cuenta Virgilio en su Bucólica primera. En un momento dado, el afortunado Títiro, enternecido por el dolor de Melibeo, le ofrece quedarse a cenar en su casa, a dormir en ella antes de su partida definitiva. "HIC TAMEN HANC MECVM POTERAS REQVIESCERE NOCTEM", le dice ('puedes quedarte a descansar esta noche conmigo').

El generoso Títiro le ofrece lo que tiene: frutas maduras, castañas tiernas, queso de sus cabras. La Bucólica primera termina con una de las más bellas descripciones del atardecer que jamás se han escrito: "maioresque cadunt altis de montibus umbrae" ('caen mayores las sombras de las altas colinas').

No sabemos si Melibeo aceptó el amable ofrecimiento de su vecino. Está claro que Títiro se quedó en su casa, con la tranquilidad de quien no tiene nada que temer. Había ofrecido su hospitalidad a Melibeo, y sin duda alguna seguiría tranquilamente su plácida existencia, quizá recordando durante algunos meses a su desgraciado amigo, hasta olvidarlo con el paso del tiempo.

El segundo atardecer tuvo lugar en el camino entre Jerusalén y Emaús; apenas habían pasado cincuenta años desde el anterior. Unos discípulos de Jesús huyen de la ciudad santa, asustados ante los terribles acontecimientos que acaban de ocurrir en ella. Se les une en el camino un peregrino al que no identifican, y se ponen a hablar con él. Anochece, el peregrino hace ademán de seguir adelante, y los discípulos, que algo han empezado a sentir dentro de su alma, le dicen unas palabras hermosísimas: "MANE NOBISCVM, QVONIAM ADVERPERASCIT, ET INCLINATA EST IAM DIES" ('quédate con nosotros, porque ya atardece y cae el día').

El peregrino se quedó a cenar con ellos.Y en la cena se le abrieron los ojos a los peregrinos, al partir el pan: se dieron cuenta de que era Él, el Señor.

Los discípulos volvieron a Jerusalén. El Maestro desapareció de sus ojos, pero se quedó para siempre en su corazón. El encuentro cambió sus planes: después de ver lo que habían visto, no les importaba ya lo que tuvieran que hacer en Emaús, ni siquiera el miedo con el que salieron de la ciudad donde habían ocurrido los hechos que comentaron con Jesús.

Fueron dos atardeceres de hace casi dos mil años. En los dos, el cielo cercano al Mare Nostrum debió de ofrecer una luz similar, de un azul dulcísimo teñido de violeta suave. En los dos, alguien pidió a otro que se quedara.
En Virgilio, el que se iba lo había perdido todo y no tenía nada que ofrecer a su anfitrión.

En San Lucas (24, 13-34), eran los que se quedaban los que, por sí mismos, no tenían nada: lo habían encontrado todo en aquel al que estaban pidiendo que se quedara con ellos, y por eso mismo necesitaban su presencia.Pero, ¿la necesitaban de verdad? Ya lo tenían dentro, su presencia física y visible les era secundaria: por eso desapareció de sus ojos, y por eso mismo se volvieron a Jerusalén a decir lo que habían visto.


Dos atardeceres con hermosas coincidencias. En los dos cae la luz del día, en los dos alguien ofrece a otro quedarse a cenar y descansar. En la Bucólica primera de Virgilio la vida sigue para Títiro y Melibeo, en dos direcciones diferentes, pero tal y como estaba previsto de antemano. En el texto de San Lucas, por contra, la vida cambia de forma radical, porque después de tener la experiencia de la Resurrección de Cristo, la vida no puede ser igual que antes. Ni mucho menos.

domingo, 27 de marzo de 2011

¿Y por qué no?

El domingo 27 de marzo di un agradable paseo por el Triunfo y la Puerta del Puente, contemplando con atención la marcha de las obras en esta zona de la ciudad, y pensando al mismo tiempo que seguramente este año, en Semana Santa, nos será dado ver, por primera vez, un paso procesional precedido por nazarenos cruzando la histórica Puerta que mandara construir Felipe II y que levantara –sin llegar a terminarla− el arquitecto Hernán Ruiz, tercero de este nombre y dinastía. Por cierto, no sería demasiado descabellado pensar que alguna vez entró por esa Puerta, en el siglo XIX por lo menos, la Cruz Guiona del Campo de la Verdad para unirse a las antiguas procesiones del Santo Entierro.

Pero no voy a hablar ahora de pasos ni procesiones, sino de la Puerta del Puente, que es uno de los monumentos de Córdoba que más me atraen y me interesan desde hace mucho tiempo. Resulta que, con motivo de las obras, se ha levantado el pavimento de la zona limítrofe a la Puerta dejando al descubierto, sobre todo en la parte occidental de la misma, la que está junto al Triunfo de San Rafael, restos de viviendas y/o instalaciones civiles hasta la mismísima línea de lo que fue muralla, y que han permanecido claramente visibles hasta hace pocas semanas. Sin duda –que me corrijan los arqueólogos− en ese espacio, al igual que en otros muchos de las antiguas murallas, en algún momento se adosarían viviendas o dependencias para las funciones de peaje o cobros de alcabalas a las mercancías que entraban por allí en la ciudad.

Ahora, a punto de terminarse la intervención, queda visible −hasta cierta altura− un fragmento de lienzo amurallado junto al recinto del Triunfo. Y la pregunta que me surge es: si la Puerta del Puente fue concebida precisamente como eso, como Puerta de una muralla; si ahora –con grandísimo acierto− se ha rebajado el nivel de la calzada para eliminar ese aspecto hundido que ha mostrado durante casi un siglo; si, como parece evidente, la circulación rodada va a desaparecer definitivamente de ese enclave, pues no creo que se admita, ni que deba hacerse, el paso de automóviles por debajo de la Puerta, ni siquiera por los lados de ésta… Si se dan todas estas circunstancias… ¿Por qué no se ha pensado en devolver a la Puerta su carácter de tal, volviendo a «cerrar» los espacios que se quedaron libres a sus lados cuando se demolieron las antiguas murallas?


No se trataría ahora de levantar de nuevo cuño murallas de cinco o seis metros de altura, aunque tampoco pasaría nada: desde mi punto de vista no sería una tropelía de mayores dimensiones que otras intervenciones «recuperadoras» que se han visto en demasiados monumentos cordobeses recientemente «restaurados» por los arquitectos oficiales del régimen. Se trataría, simplemente, de hacer que el único acceso desde el Puente Romano al conjunto histórico y artístico de la Catedral, antigua Mezquita, fuera precisa y exclusivamente la Puerta del Puente.

¿Es mucho pedir? ¿Es un disparate? Sinceramente, creo que no, sería una forma de recordar a los cordobeses algo de su historia, de mostrarles por la vía de los hechos que lo que ahora vemos no fue pensado, y nunca debió ser, esa especie de Arco del Triunfo que muestra –no lo olvidemos− desde hace sólo unas cuantas décadas.

viernes, 25 de marzo de 2011

Están demoliendo el Cine Magdalena

El pasado domingo, día 20, di un largo paseo por el casco histórico. Mis pasos me llevaron -¿inconscientemente?- hasta la plaza de la Magdalena, donde pasé, de niño, cuatro años como vecino.

Yo viví en el número 3 de la plaza, en una casa que ya no existe: por cierto, es triste que, aunque mis padres cambiaron de domicilio con frecuencia en mis primeros doce años de vida, ni una sola de la casa en las que viví hasta esa edad existe ya: todas han sido demolidas, e incluso la casa de la calle Siete de Mayo en la que residí desde mis doce años (casi trece) hasta que me casé tampoco tiene ya vecinos: lleva unos años cerrada y, al parecer, van a mantenerle más o menos la fachada pero reformándola de forma sustancial en su interior. O sea, que no queda en pie ni uno solo de los espacios en los que pasé los que dicen que son los mejores años de la vida.
Pero a lo que iba: que llegué a la plaza de la Magdalena y vi el edificio del antiguo cine de ese nombre; estaba protegido por vallas y, por todas partes, unos simples folios avisaban que a partir del día 21 de marzo, es decir, el día siguiente a mi paseo, la calle Santa Inés estaría cerrada al tráfico "por demolición del cine Magdalena".


En el cine Magdalena, tanto en la sala como en la terraza, pasé horas inolvidables. Allí iba con mis hermanos y, en ocasiones, con vecinos para ver películas "de las de entonces". La lista de títulos sería inacabable, y entre ellas recuerdo de forma especial las que ponían, en sesión infantil, a las tres y media de la tarde de los domingos; creo recordar que la entrada costaba seis pesetas, y la sala se llenaba no sólo en sus butacas, sino en los pasillos, con niños que hacian un ruido deliciosamente infernal mientras en la pantalla se mostraban las malicias de Fu-Manchú, o el Séptimo de Caballería defendía a una diligencia en medio del desierto, o Bambi crecía en una naturaleza llena de dibujos. También vi allí, con mis padres y en tardes de invierno, películas "piadosas" como El señor de La Salle, sobre la vida de San Juan Bautista de La Salle, protagonizada por Mel Ferrer, o Quo Vadis, con Peter Ustinov, Robert Taylor y Deborah Kerr, aunque ésta la vi también en el igualmente desaparecido cine Isabel la Católica.

Pero lo que dejó huellas más señaladas en mi memoria fueron las películas que, en verano, proyectaban en la terraza. Alguna vez fui a dicha terraza por lo legal, pagando la correspondiente entrada. De ese modo vi, por ejemplo, películas como Marisol rumbo a Río -fruta del tiempo- o Levando anclas; seguramente vería más, pero éstas son las que ahora mismo recuerdo.

Sin embargo, lo normal era que las películas de verano, las de la terraza, las viera desde mi propia casa: nos subíamos a la azotea y allí, apoyados en la pared que separaba nuestro domicilio del de al lado, o incluso sentados en el tejado, veíamos las películas sin pagar. Sólo un árbol nos privaba de más o menos la cuarta parte de la pantalla, lo cual, ante la gratuidad total del espectáculo, se compensaba holgadamente. Las familias vecinas, especialmente los Muriel, nos solían acompañar y entre todos compartíamos las emociones de las películas y grandes cantidades de pipas (de girasol o de melón, éstas debidamente tostadas y saladas al sol de la siesta), junto a algún sorbo de gaseosa.

De esa manera vimos varias veces -las repetían cada verano- películas como Las minas del Rey Salomón, o Regreso a las minas del Rey Salomón, sin olvidar las consabidas de Marisol, o algunas del Oeste, o varias de Joselito. Incluso, a mis doce años recién cumplidos, pude ver por primera vez una película de mayores de 18 años. Me bastó engañar a mi padre, que se bajó a dormir creyendo que sería una del Oeste, o algo parecido. La película fue La muchacha y el general, un film bélico protagonizado por Virna Lisi y Rod Steiger. Yo esperaba que una película de mayores de 18 años estaría llena de mujeres desnudas, pero mi decepción fue gigantesca al comprobar que sólo era una historia ambientada en la Primera Guerra Mundial, con un argumento bastante simple.

Años después, cuando yo ya no vivía en la plaza de la Magdalena, llegó la Transición. No sé si fue después o poco antes de la muerte de Franco, el caso es que por esos años el cine se reconvirtió en una de las llamadas "salas de arte y ensayo", en las que se ponían, casi siempre en versión original con subtítulos, películas más o menos intelectuales y/o experimentales. El entorno del cine -la plaza de la Magdalena- empezaba a despoblarse y degradarse, y la renuncia al cine más comercial empezó a mermar la asistencia a la sala. En cualquier caso, también fui a ver alguna de esas películas: creo que una de ellas fue la versión de Pasolini de El Decamerón o de Las mil y una noches: sea cual fuere recuerdo que me desagradó; también vi el Satiricón de Fellini, que tampoco me hizo mucha gracia. Hasta fui con mi novia, una vez, a ver una película clasificada "S", que era en aquel tiempo el aviso de que un film tenía escenas sexuales más o menos explícitas (más menos que más); tampoco me gustó, y ni siquiera recuerdo el título -tal vez fuera Bacanal en directo-, aunque sí el argumento: un chico convence a su novia de ir a una fiesta que derivaría en una orgía, de resultas de la cual la chica, herida, tiene que ser hospitalizada. Creo que era una película española.

Luego, el cine cerró sus puertas, más o menos a la vez que la fábrica de hielo que tenía al lado y que era también propiedad de la empresa Sánchez-Ramade. Durante un tiempo, creo que poco, se usó la sala como local de ensayos de grupos de rock bastante grunge, incluso alguna vez se celebraron "conciertos" -no me queda más remedio que entrecomillar la palabra- de esa modalidad musical y juvenil.

Y llegó el cierre definitivo. Le perdí la pista a lo que había sido cine, dejé de pasar por la plaza de la Magdalena y hasta hoy. Bueno, hasta el pasado domingo, 20 de marzo de 2011, en que me enteré de que el cine iba a ser demolido. Parafraseando cierta canción de Serrat, puedo decir que, sin duda alguna, entre el ruido de las piquetas y los escombros se podrán escuchar aún los ecos de las agudísimas cornetas del Séptimo de Caballería, las risas de los niños al ver las aventuras de Bambi o los aplausos de la multitud cuando, finalmente, el chico besa a la chica mientras empezaban a encenderse las luces y a visualizarse los títulos de crédito.

El cine Magdalena ha muerto irremediablemente, después de mucho tiempo en estado de coma. Déjenme, al menos, que los ojos de mi alma derramen una lágrima de celuloide revenido al recordarlo.

Como he dicho, al lado del cine había una fábrica de hielo. Aún recuerdo las colas que, en las mañanas de verano, formaban las amas de casa con su "chivata" para comprar media arroba, o un cuarto de arroba de hielo con destino a su nevera (los frigoríficos con congelador eran cosa de ricos).
La plaza de la Magdalena presenta ahora un aspecto muy cambiado del que yo le conocí por aquellos años. En el centro del jardín había una palmera altísima, a cuyo alrededor yo di  vueltas sin parar muchas veces con mi primera bicicleta sin patines. Ahora hay una fuente de mármol oscuro; el jardín está más cuidado y más limpio, pero echo de menos el calor de la vida que bullía en el entorno: el bar Marcelo, la primera tienda de Urende -en la esquina con Muñices-, las tiendas de comestibles de Ángel y Casa Paco, la mercería de Mari Tere...
La iglesia ardió en 1990, y se restauró ocho años después. Hoy está limpia y fría por fuera, y limpia y fría por dentro. Hace demasiados años, tantos como tengo yo por lo menos, que no arden la cera ni el incienso en su interior. Una iglesia sin culto, y cerrada de forma casi permanente, es peor que un palacio convertido en simple museo.

El puesto de caracoles de Manolo sigue abriendo cada primavera, pero en otro sitio y con unas ínfulas que en nada recuerdan la modestia de los inicios, allá por los mediados de los años 60; dudo de que los caracoles sepan igual, ahora serán de criadero. La típica taberna de Casa Baltasar es ahora un mesón con pretensiones gastronómicas: su interior ya no huele de forma permanente a aguardiente, aunque sus nuevos propietarios han tenido el buen tino de conservar, de momento, el viejo mostrador de azulejos verdes.


La casa donde yo viví fue primero absorbida por la casa de los Sotomayor, la familia rica de la plaza. Luego fue vendida a Cajasur, que por poco tiempo mantuvo en su interior un taller de restauración de obras de arte. Ahora es la sede de la UNED. La ermita de San José ofrece un aspecto insultantemente blanco y cuidado, tanto más cuanto que en su interior sabe Dios lo que habrá: cualquier cosa menos lo que tiene que haber en una ermita. Aún la recuerdo oscura, con las puertas rotas con grietas a través de las cuales se veía el almacén de una fontanería cercana.

Todo ha cambiado en la plaza de la Magdalena.

¿Y yo, sigo siendo el mismo?

A veces hasta lo dudo.

martes, 1 de marzo de 2011

Yo soy del Séneca

El pasado viernes, la Delegación del Gobierno de la Junta de Andalucía en Córdoba concedió uno de sus premios anuales, con motivo del día de la Comunidad Autónoma, al Instituto de Enseñanza Secundaria SÉNECA, de Córdoba, del que me honro en ser antiguo alumno y ahora profesor.

Está claro que ese premio no añade un ápice al honor que representa "ser del Séneca" para todos cuantos en sus aulas y pasillos hemos pasado una parte (más o menos grande) de nuestras vidas. Es más, yo lo veo al revés: es la Junta de Andalucía la que se ha colgado una medalla incluyendo en su lista de entidades reconocidas el centro docente del que hablamos.

Lo sé desde hace mucho tiempo: "ser del Séneca" es una suerte y un privilegio. Haber pasado siete años en este instituto como alumno es una suerte que sólo cuando ha pasado el tiempo tiene uno capacidad para reconocer. Se lo digo con frecuencia a mis alumnos: "No sabéis lo que tenéis estando en este instituto". Pero sí sé que, cuando tengan unos cuantos años más, lo sabrán reconocer y valorar.

Cuando llegué al instituto como profesor, hace ya más de tres años, me sentía como en una nube: acabar mi vida profesional en el Séneca, en el que pienso jubilarme cuando el Gobierno de turno lo permita, era un sueño que había albergado desde el mismo día en que decidí ser profesor de instituto, pero que nunca vi que se pudiera realizar. Y caminaba como en una nube porque me sentía continuador, en esas aulas y pasillos, de una estela abierta hace ya mucho tiempo, varios siglos, y me sentía sorprendido de que alguien como yo, sin más méritos personales o profesionales que otros, pudiera compartir instalaciones que, años atrás, habían utilizado unas personas, mis profesores, que recuerdo con un cariño y un agradecimiento que durarán lo que me quede de vida.

Esas personas, algunas viven aún y otras ya murieron, marcaron en su momento -no con fuego, sino con paciencia y pedagogía de la buena- la entonces maleable alma de un joven adolescente, que vio en ellos un modelo de vida al que quiso asimilarse, y por eso decidió ser profesor como ellos: que yo utilice el mismo Seminario (ahora se llama Departamento) que en su momento acogió los trabajos y los descansos de profesoras como Luisa Revuelta o Ana María Ortega, que vea todavía en la Biblioteca fichas de libros escritas con la letra de Juan Gómez Crespo o Nemesia Nevado, que me sea dado contemplar en los laboratorios piezas geológicas o aparatos de química con los que Manuel Navarro o Constantino Pleguezuelo me enseñaron sus asignaturas, que siga "viendo" en los pasillos la figura para mí venerable de Rogelio Fortea, la silueta alta y morena de Tomás Morales, mi primer profesor de Filosofía, la cultura amplísima de Consuelo González, mi profesora de Francés, o las voces entrañables del involvidable conserje Andújar... Todo eso es una suerte, que aunque no la he merecido especialmente me permite sentirme orgullosísimo de "ser del Séneca".

No quiero olvidar a algunos compañeros que estudiaron conmigo: por poner sólo algunos nombres, citaré los de José María Maestre, Miguel Villar, Manuel Ladehesa, José Vega, Joaquín Arenas, Pedro Cano, Juan Parra, Juan Victoriano Trejo, Isidro Rodríguez, José Carlos Suárez, Luis Carlos Yepes, Nicolás Aranda, Juan Antonio Ocaña, Ángel Fernández, Pedro Alejándrez, José Luis Rosales, Francisco Valverde Blanco y Francisco Valverde Fernández... Son muchos, muchos los que aún conservo en mi mente con nombre y apellidos. Algunos, incluso, nos han dejado antes de tiempo: Rafael Goñi, Fausto Amor, Mariano Pinilla me siguen poniendo un nudo en la garganta cuando los recuerdo... Ellos también pudieron decir alguna vez "soy del Séneca" y yo me honro hoy en escribir sus nombres. Sé que faltan muchos, y querría ahora recordarlos a todos.

La vida... La vida es una cadena, y nuestras biografías particulares no son sino eslabones. Hoy que tanto se valora el presente y tanto se desprecia el pasado (el mayor desprecio del pasado es querer hacerlo cambiar o justificar a posteriori lo que en su momento tuvo una justificación determinada, o ninguna justificación, véase la Ley de Memoria Histórica); hoy que tan poco se aprecian como algo digno de conservación las raíces personales, los orígenes que todos tenemos y que nadie puede arrebatarnos, quiero dejar constancia en este blog que casi nadie lee de la alegría que me da haber sido alumno entre 1966 y 1973, y profesor desde 2007 de este centro educativo.

El "espíritu del Séneca" supera holgadamente las estrecheces de leyes, gobiernos y denominaciones superficiales. Cuando yo llegué a sus aulas se llamaba Instituto Nacional de Enseñanza Media Séneca, y después de varios etiquetados, ahora es el IES Séneca. No importa: le cambiarán en el futuro el nombre o la tipología oficial. Pero quienes hemos pasado por sus aulas -como alumnos o como profesores- habremos recibido algo o mucho de lo mejor que tenemos y somos, del mismo modo que -Dios lo quiera- hayamos también dejado en los demás algo de lo mejor que somos y tenemos.

¿Que la Junta de Andalucía nos ha reconoocido con una distinción? Bienvenida sea. Pero, para mí, la mejor distinción profesional es haber sido y ser del Séneca, con o sin medallas venidas de instancias políticas.

domingo, 27 de febrero de 2011

28 de febrero, Día de Andalucía

Día de Andalucía. Se conmemora el 31º aniversario del referéndum en el que los andaluces decidimos qué tipo de autonomía queríamos.

Yo fui a votar con entusiasmo, pensando que esa autonomía nos iba a traer un futuro mejor.

Voté por la mañana muy temprano, luego cogí el coche y me fui, con la que entonces era mi novia y ahora mi mujer, y con mi suegra y mis dos cuñados (cinco personas en total) camino de Belalcázar, con el fin de poder añadir cuatro votos más al sí de Andalucía.

Llegamos y votamos sin novedad.

Al volver, tuvimos un accidente de coche, el vehículo con sus cinco ocupantes quedó con las ruedas hacia arriba y los que íbamos dentro salvamos la vida de milagro.

Hoy, tres décadas y un año después, contemplo esos recuerdos con rabia: si hubiera sabido que esa autonomía por la que luchamos todos los andaluces ha sido sola y exclusivamente un pesebre de corrupción para el PSOE, que no ha conseguido sacarnos de los puestos de cabeza en el paro y de los de cola en bienestar y en renta per cápita, no me hubiera jugado el pellejo como me lo jugué.

Esos son mis recuerdos del 28 de febrero, y así los evoco ahora, 31 años después.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Un Alcalde en el PSOE

En Córdoba no es nuevo que haya cofrades concejales. Sólo en la presente legislatura, José Joaquín Cuadra, Rafael Jaén y David Luque –vaya, uno por grupo− han sido y son cofrades antes que ediles, pero ninguno de ellos fue incluido en las listas por su condición de nazareno ni lo alegaron para reclamar un puesto. A Paco Alcalde le cabe el ¿honor? de ser el primer ex presidente de la Agrupación de Cofradías que se ha dejado seducir por los cantos de sirena de un partido político y ha aceptado sumarse a una candidatura. 

El salto (sin red) que ha dado Paco Alcalde es cualitativo. Por primera vez, alguien «aporta» (¿generosamente?) su condición de conocido ex dirigente cofrade para optar a un sillón en Capitulares, y eso –no otra cosa− es lo que ha originado el revuelo que ha levantado su inclusión; bueno, eso y la conocidísima trayectoria anterior del candidato, de la que sólo hay que recordar su proximidad a Miguel Castillejo: «Yo me presenté a la presidencia de la Agrupación porque me lo pidió don Miguel», ha reconocido alguna vez.

La mano amiga de Rosa Aguilar, que tan vistosas como inútiles «giras de promoción de la Semana Santa de Córdoba» realizó de la mano de Paco por varias ciudades españolas, ha estado sin duda detrás −o quizá delante− de la decisión de Alcalde, a quien no acabamos de ver como un diputado de tramo que lleve, palermo en mano, a los cofrades en filas bien formadas con papeletas del PSOE en vez de cirios en las manos. Los cofrades siempre han votado a quienes han querido, pero no porque hubiera un nazareno como figurante en una u otra lista.

Pero el bueno de Paco no ha sido el primero en escuchar esos cantos de sirena. Ya en 1995, en el primero de los tres intentos fallidos de José Mellado de alcanzar la Alcaldía de la capital, su partido tentó a Rafael Zafra, presidente de la Agrupación de 1975 a 1979, que había sido militante del PSOE (se había dado de baja en 1986), pero éste rechazó la invitación. Idéntica oferta se hizo el mismo año a Juan Villalba, esta vez por los tres partidos, cada uno por su lado. Pero Zafra y Villalba midieron, con acertada prudencia, las consecuencias que la decisión tendría no ya para ellos, sino para el movimiento cofrade al que habían representado.

Paco Alcalde se ha dejado seducir por los cantos de sirena del PSOE, y está en su derecho. Pero basta leer la «Odisea» o conocer la leyenda de Lorelei para saber cómo acaban los que atienden esos cantos.


Publicado en ABC Córdoba el 23 de febrero de 2011

viernes, 21 de enero de 2011

Los bárbaros esperan a los bárbaros

El gran acierto de los bárbaros es que llegan sin que nos demos cuenta.

Desde el conocido poema de Kavafis, tan certero y tan hermoso, todo el mundo se cree que los bárbaros no existen, que son sólo un invento del establishment político y cultural para asustar a las masas y, posiblemente, para conjurar sus propios temores.

Sin embargo, aun cuando nos quedemos con la estampa de todos los sectores de la ciudad, sobre todo de los poderosos, esperando -curiosamente, con sus mejores galas- a unos bárbaros que los sacarían de la molicie y quizá también de la monotonía, lo cierto es que lo bárbaros ya estaban en la ciudad: la tenían ocupada desde mucho antes de que se pudiera sospechar de su amenaza.

Estaban agazapados esperando su ocasión. La desidia y la autocomplacencia de la ciudadanía oficial, de quienes vivían, o vivíamos, cómodamente asentados en una forma de vida que creíamos eterna e inconmovible, nos creíamos tan superiores a quienes no participaban de este festín que no podíamos suponer que alguien pudiera socavarnos. Son numerosísimos los testimonios de autores de la antigua Roma -tanto de la imperial de Augusto o de Trajano como de la más decadente de Constantino- que demuestran que la posibilidad de una caída, de un desmembramiento del Imperio se veía sólo como la obnubilada visión de augures equivocados: ¿cómo iba a ser posible, o siquiera imaginable, que el esplendor de Roma tuviera un ocaso?

Sin embargo los bárbaros llegaron a Roma, o mejor dicho, no tuvieron que llegar porque estaban ya en ella desde hacía mucho tiempo, y nada hubieron de hacer, salvo exteriorizar su presencia.

Los romanos de Kavafis que esperan a los bárbaros visten «sus rojas togas, de finos brocados; / y lucen brazaletes de amatistas, / y refulgentes anillos de esmeraldas espléndidas». Lo que no sabe el lector, ni seguramente la ciudadanía que contempla a los próceres para seguir sus instrucciones ante la pretendida invasión, es que quienes se estaban vistiendo sus mejores galas eran... los propios bárbaros, en una genial maniobra de despiste.

Nuestro tiempo se parece mucho, tal vez demasiado, a los tiempos finales de la antigua Roma. No llegarán los bárbaros del Norte un día, de buenas a primeras, a destuir en poco tiempo una civilización gestada a lo largo de muchos siglos. Han ido entrando poco a poco: esta vez muy pocos vienen desde el Norte y bastantes lo hacen desde el Sur, pero la mayoría no han tenido que desplazarse porque han venido desde dentro; ocuparán los puestos de responsabilidad más elevados ante una mayoría que les dejará hacer en nombre de la tolerancia, que es el nombre sublime, hipócrita y moderno de la desidia. Cuando esa mayoría se dé cuenta será ya demasiado tarde. Quizá lo sea ya.

En la España actual veo hechos, situaciones, personas y comportamientos que encajan demasiado en cuanto vengo diciendo como para que sea casualidad todo lo que ocurre. Hace cuatro o cinco años empecé a sospechar que aquí pasaba algo. Los bárbaros no amenazaban, pero quienes nos gobiernan empezaban a comportarse exactamente como se describe en el poema de Kavafis. Lo hacían tan sumamente bien que nadie se daba cuenta entonces de que eran los bárbaros los que estaban esperando a los bárbaros, y sobre todo haciéndole creer a la mayoría que iban a venir.

Hace cuatro o cinco años me acordé de Ionesco y su parábola de los rinocerontes. Veía a gente a mi alrededor que, sin darle la más mínima importancia a su metamorfosis, se iba convirtiendo en rinoceronte. Hoy estoy seguro de que los rinocerontes son la mayoría en la sociedad española, y su porcentaje se eleva conforme se van subiendo puestos en la escala de las responsabilidades políticas. Ya ni siquiera llaman la atención, es más, quien llama la atención es quien aún conserve su aspecto humano, es decir, quien no ha claudicado de su condición.

 Los bárbaros ya están aquí. Están en el Gobierno y tienen forma de rinoceronte.