lunes, 21 de marzo de 2016

Fe en la ciencia

A veces oigo la expresión «tengo fe en la ciencia», por ejemplo cuando un enfermo se pone en manos de los médicos para curar una dolencia o enfermedad.

La expresión me hace gracia, porque tener fe en la ciencia es un oxímoron: no digo que la creencia sea incompatible con la ciencia, pero sí que sus caminos, sus medios y sus fundamentos son distintos. Se puede tener fe sin ser científico, y se puede ser científico sin tener fe, como se puede ser científico y creyente al mismo tiempo.

Pero el motivo de estas líneas es más trivial. Resulta que ayer, Domingo de Ramos, una cofradía salió en Córdoba cuando todas las previsiones meteorológicas aseguraban que no habría precipitaciones en las seis o siete horas durante las cuales haría su procesión por las calles. Había llovido fuerte, muy fuerte, por la mañana (lo que ocasionó destrozos de consideración en la cofradía que, por la mañana, había tenido la imprudencia de salir) y con menos contundencia pero la suficiente intermitencia y entidad como para que por la tarde las demás fueran más prudentes (sólo salió una y se tuvo que volver a las dos horas de su inicio).

La cofradía de la que hablamos -la Oración en el Huerto- retrasó casi una hora su salida, y cuando finalmente lo hizo, al borde de las ocho de la tarde, caía con suavidad el último chaparrón de la jornada; mejor dicho, el que estaba previsto que fuera el último. De hecho, antes de salir el primer paso, las nubes se retiraron -al menos hicieron el amago- para permitir que la luna se asomara casi llena al compás de San Francisco y que algunas estrellas -incluso algún satélite artificial- se dejara ver con claridad en el cielo azul oscurecido.


La gente se ilusionó pensando en que al menos una procesión iba a cubrir su recorrido por completo en la primera jornada procesional, y seguramente la misma cofradía, sus dirigentes, se veían ya protagonizando una noche gloriosa, en la que sus titulares serían acompañados por una multitud entregada a la búsqueda de sensaciones.

Los pasos salieron, en efecto, entre el entusiasmo de las personas que llenaban el Compás. Todo anunciaba una agradable compensación a los malos tragos que la mañana y la tarde habían deparado a los cofrades.



Poco después de las nueve de la tarde el cortejo en pleno de la cofradía estaba en la calle y se dirigía a carrera oficial para continuar después camino de la Catedral. Pero sobre las nueve y media comenzó a llover de forma inesperada, y la hermandad de la Oración en el Huerto se tuvo que volver precipitadamente a su templo.

Hasta aquí los hechos vistos desde fuera. Al parecer, la cofradía había estado en todo momento en contacto con la Aemet (Agencia Estatal de Meteorología), no sólo mediante la aplicación de los teléfonos móviles, sino también de forma directa y personal con técnicos de dicha Agencia. Y aquí viene el problema: nos aseguran que dichos técnicos garantizaron que, en efecto, el leve chubasco que descargó sobre Córdoba en torno a las ocho de la tarde iba a ser el último en un margen de tiempo suficiente como para que la cofradía recorriera sin más incidencias y al completo su itinerario previsto. Incluso nos han dicho que, ya iniciada la procesión y antes de que volviera a llover, los meteorólogos se pusieron en contacto con los responsables de la hermandad para avisarles de que un chaparrón imprevisto estaba a punto de descargar sobre la ciudad.

Ahora, como suele ocurrir, se pretende que la responsabilidad de lo ocurrido, es decir, del frustrado intento procesional, es de los meteorólogos que aseguraron que no llovería para después, cuando ya era demasiado tarde. (El mantra de que la culpa siempre es de otros, en este caso los meteorólogos que fallaron, merece un comentario por su preocupante extensión a todos los ámbitos de la vida personal, social y política, pero no nos vamos a detener en ello ahora).

El problema, sin duda, es el que abría estas líneas: la fe en la ciencia: «Si los meteorólogos han dicho que no lloverá, no lloverá; ellos saben de esto y podemos confiar», pensarían los cofrades del Huerto. Confiaron y pasó lo que pasó, pero estos cofrades quedaban libres de la responsabilidad de la decisión, tomada en el altar sagrado de la ciencia. Hace pocos años ocurrió algo parecido un Viernes Santo con la hermandad de los Dolores, a la que un fortísimo aguacero sorprendió en la calle Blanco Belmonte: las previsiones meteorológicas aseguraban que no les llovería y, confiados en ellas, la hermandad decidió salir olvidando algo tan obvio como mirar la extensión, la densidad y el color de las nubes que cubrían el cielo cordobés aquella tarde.

Olvidamos que la meteorología no es una ciencia exacta, como no lo son la medicina, la economía, la química, ni la física ni mucho menos la sociología, la filología o la antropología. En todo lo que no sean las matemáticas -y a veces también en ellas- hay que dejar abierta la puerta del azar, esa fuerza que pone de los nervios a nuestra autosatisfecha condición de seres racionales. Y en meteorología, que es lo que aquí nos ocupa, dejar la puerta abierta al azar se traduce sencillamente en suspender la salida procesional con independencia de lo que dijeran los meteorólogos.

Lo que estamos comentando ocurre con mucha frecuencia en medicina: «Hay que hacer tal cosa porque lo dice el médico», y lo hacemos tranquilamente, confiados en la preparación de los galenos, pero si el enfermo muere o no mejora, la culpa es precisamente del médico, ¿de quién si no?. Porque cuando ocurre algo que escapa a nuestras posibilidades siempre hay un otro en quien descargar el pesado fardo de la responsabilidad personal.

Creemos ciegamente en lo que dice la ciencia, y soy consciente de la paradoja que la frase encierra. Estamos en un mundo que pretende que la ciencia, la Ciencia -hay quien la escribe ya con la mayúscula que le quita a Dios- tiene siempre la última palabra: ella nos sacará de dudas y nos resolverá los problemas; eso, al menos, es lo que queremos, o lo que creemos, o lo que queremos creer.

Pero no. La Ciencia, incluso escrita con mayúscula, no es nada más que un montaje de los humanos para tratar de abarcar la realidad con nuestras medidas y parámetros. Un montaje, desde luego, sólido en bastantes ocasiones y cimentado en la roca de la razón; pero la roca de la razón a veces tiene grietas, y la ciencia es una construcción interminable, siempre cubierta de andamios y estructuras provisionales, y ya sabemos que en una obra, por mucho que se esmeren los instrumentos y se afinen criterios de prevención de riesgos laborales, siempre hay un margen para que un operario -incluso cumpliendo a rajatabla la normativa- resbale de un andamio y dé con sus huesos y su vida en el suelo, que ese sí que es un criterio infalible.

La ciencia racionalmente asumida es un proyecto que avanza lentamente, con retrocesos y rectificaciones, siempre provisional y siempre abierta a nuevas hipótesis aun a riesgo de tener que desmontar en parte o en todo el edificio del conicimiento (o al menos su andamiaje). La Ciencia, con mayúscula, es una religión en la que se cree o se puede creer con sinceridad y convicción, con la misma sinceridad o convicción en que un católico puede creer en la transustanciación, pero también con el mismo fundamento racional o lógico, es decir, ninguno.

La ciencia no cubre todas las posibilidades ni es capaz de prever todas las eventualidades. Confiar en ella a ciegas es signo de imprudencia e inmadurez. Y encima, a diferencia de la religión, no nos da ni siquiera la esperanza de una vida eterna.

(La hermandad de la Oración en el Huerto me habría ahorrado todo este tostón suspendiendo sencillamente su salida).