domingo, 28 de septiembre de 2014

Esperando a los bárbaros

Reproduzco a continuación mi columna publicada en la edición cordobesa de ABC el sábado 27 de septiembre de 2014, que no se incluyó en la edición digital del periódico.

Hace ya unos años, un veterano de la profesión periodística me explicaba que, para él, la situación actual del mundo en que vivimos –Occidente, para entendernos– era muy parecida a la que afectaba a Europa en los estertores del Imperio Romano. En aquel tiempo, en efecto, los bárbaros –una amenaza real y muy peligrosa, como se vio– no sólo amenazaban la fronteras del Imperio y, por ende, de la civilización, sino que poco a poco habían ido colocando sus peones en la entraña misma del mundo romano con todos los honores de la ciudadanía. Mientras tanto, la Roma decadente se entregaba a la molicie y a la vida cómoda, muy lejanos ya los tiempos austeros de la República que en vano trató de salvar el bueno de Cicerón.

Mil años después, a mediados del siglo XV, ocurrió algo parecido en Constantinopla. Con otra oleada de bárbaros, esta vez otomanos, a las puertas de la mítica ciudad, en su interior teólogos y políticos debatían con intensidad la cuestión del sexo de los ángeles. Mohamed II lo tuvo fácil, porque –son palabras de Indro Montanelli en su recordada Historia de Roma–, «los grandes imperios no caen por la derrota ante un enemigo externo y superior, sino corroídos por sus males internos».

Cuando mi amigo, ese veterano periodista, me habló de este paralelismo lo tomé por exagerado. Hoy le tengo que dar la razón. Europa trata de suicidarse a pasos agigantados a base de leyes y costumbres que, en nombre de la dignidad y sobre todo de la igualdad, lo que hacen es entregar sus reservas de energía moral a la vida fácil, al olvido del esfuerzo como moneda imprescindible que tenemos que pagar si queremos adquirir derechos y vivir una vida realmente digna y humana. Los bárbaros están ahí, bien armados y a pocos kilómetros, y aquí les preparan el terreno quintacolumnistas que hoy se llaman lobos solitarios. Mientras, en Europa nos seguimos hundiendo en la decadencia y la blandura o nos enzarzamos en enconados debates sobre el sexo de los ángeles (o haciendo referenda para pedir la independencia, que viene a ser lo mismo).

Hace casi un siglo, en un poema memorable, Kavafis denunciaba el recurso a los bárbaros porque ellos, a fin de cuentas, «eran de algún modo una solución». Unas décadas después, la lucidez de Ionesco se escandalizaba de que nadie se diera cuenta de la cantidad de ciudadanos que se estaban convirtiendo en rinocerontes. Pero hoy nadie se preocupa de los bárbaros: porque mientras unos se entregan vorazmente a la táctica del avestruz para ignorarlos, otros se preparan para cuando lleguen convirtiéndose en rinocerontes sin que sus conciudadanos se den por enterados.


jueves, 25 de septiembre de 2014

La Nueva Mitología: los Derechos Humanos

En la sociedad actual estamos asistiendo, ante la indiferencia de la mayoría, a la implantación velis nolis de una Nueva Mitología, es decir, de un nuevo sistema de valores y creencias. Son valores y creencias que no se presentan como sistematizados al estilo del corpus de dogmas y mandamientos que han caracterizado secularmente a las grandes religiones, aunque no por ello dejan de ser, por más que no lo pretendan, estrictamente paralelos.

En efecto, las sociedades occidentales en su totalidad están impregnadas de unas imposiciones ideológicas que nadie discute, entre otras cosas porque, con suma habilidad, sus promotores las supieron presentar como indiscutibles.

Pongamos un ejemplo: los Derechos Humanos. La llamada Declaración Universal de Derechos Humanos fue aprobada en París, por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 217 A (III), el 10 de diciembre de 1948 en París. En sus 30 artículos se recogen -a partir de la carta de San Francisco de 1945- los derechos humanos considerados básicos.

La mayoría de los países han firmado esa declaración y los pactos subsiguientes que los obligan a aplicarlos, pero -dirá alguno, sin duda alguna con razón- seguramente ni un solo país los aplica, ni en su legislación ni en su vida cotidiana, al cien por cien.

Digámoslo directamente: la Declaración Universal de los Derechos Humanos es el dogma cómodo del progresismo más superficial. Se invoca como referente último cada vez que se quiere justificar o denunciar cualquier situación, siempre en función de intereses particulares, y como es un dogma, nadie, absolutamente nadie, sea cual sea su planteamiento ideológico, se ve con fuerzas de rechazar ese argumento de autoridad. Y, por supuesto, quienes la invocan para un asunto determinado, la silencian o menosprecian -esto último sin hacerlo expresamente, que para eso es un dogma- en función de sus particulares posicionamientos.

Desde un principio la serie de derechos que en ella se incluyen se nos presentaron como "permanentes e inalterables", es decir, como indiscutibles e invariables por los siglos de los siglos. Alguno de mis lectores, si los hay, habrá comprobado que he empleado la expresión "permanentes e inalterables": se trata, en efecto, de una adjetivación tomada directamente del franquismo, con la que el dictador (sin éxito, como afortunadamente pudo verse) pretendía blindar en el contenido y en el tiempo la Ley de Principios del Movimiento Nacional, pretendido baluarte legal del sistema político en que se basó la dictadura.

Pues a día de hoy, pasados ya casi setenta años de su promulgación, a nadie, en Occidente, se le ha ocurrido -al menos en voz alta- discutir la validez de uno o varios de sus postulados. ¿Por qué? Sencillamente, porque como toda buena religión cargada de conversos, el progresismo actual, además de sus dogmas, tiene su cuerpo inquisitorial, que impondría el malhadado sambenito de "¡fascista!" a quien tuviera la ocurrencia de ver que el rey está desnudo, es decir, que una mente racionalmente dispuesta y libre de ataduras pueda ser capaz de pensar que en esa Declaración pueden faltar, y naturalmente sobrar, algunos de los derechos que proclama.

(Otra cosa distinta es cuando los mencionados Derechos se incumplan en dictaduras con las que el progresismo simpatiza, por ejemplo Cuba, Irán, Venezuela, Corea del Norte y, en menor medida -porque en esto está de acuerdo con posiciones conservadoras- en países como Arabia Saudí. En esos casos, sencillamente, no se habla de Derechos, Humanos, basta con mirar a otros sitios donde sí convenga denunciar su incumplimiento).

Los Derechos Humanos, o mejor dicho la Declaración que los convierte en dogma, no son discutibles racionalmente. Se creen o no, se aceptan o no, pero no se discuten, porque -repito- son sencillamente un dogma.

Pero yo pienso que los Derechos Humanos son un mito y un dogma. En primer lugar, no forman parte de la naturaleza humana: lo que forma parte de la naturaleza humana pertenece en su inmensa mayoría al campo de la biología y la fisiología, no al de la política. Los aceptamos, y es bueno que tengamos una carta programática nada más existir como humanos y sólo por existir como humanos, simplemente para hacer más llevadera la existencia en la que nos ha tocado desenvolvernos. Pero los Derechos Humanos que me asisten no forman parte de mí como, por ejemplo, mis ojos o mis manos, o mi capacidad de pensar y de hablar.

En segundo lugar, creo que la pretensión de elevar a la universalidad una carta de derechos fundamentales es utópica, y como todas las utopías es dictatorial. Todas las utopías son dictaduras, empezando por la de Tomás Moro y acabando por los intentos de implantación de sociedades perfectas como los que hicieron los nazis en Alemania, los marxistas-leninistas en la extinta Unión Soviética y, más recientemente, los hermanos Castro en Cuba, aunque estos últimos tienen ya más de ópera bufa que de utopía política.

La universalidad en el espacio de cualquier tipo de implantación ideológica es inviable, dada la enorme variedad de valores, ideas y creencias que hay actualmente en el mundo: la Historia no está de adorno, es ella la que ha forjado la realidad actual del mundo, y por más que haya, que los hay, intentos de manipularla y de cambiarla -precisamente, qué casualidad, por parte del mismo progresismo blando que denuncio- es imposible cambiar lo que ha ocurrido. La Declaración Universal de los Derechos Humanos ha sido aprobada por la mayoría de los gobiernos del mundo, democráticos o dictatoriales, pero ni un solo país la ha sometido a referéndum explícito entre sus ciudadanos. Y seguramente, si se llevara, con su texto actual, seguramente nos llevaríamos alguna sorpresa. ¿Qué porcentaje de ciudadanos de Estados Unidos daría entusiasmado su "sí" en ese imposible referéndum? ¿Y en Arabia Saudí? ¿Y en Corea del Norte? ¿Y en Siria? ¿Y en Malasia? ¿Y en Centroáfrica? Es evidente que hay valores y derechos que tenemos por sagrados e intocables en Occidente, porque disponemos de una historia y una trayectoria cultural determinada: parece lógico que quienes cuentan en su haber con otra trayectoria histórica y cultural defiendan unos valores y unos derechos que no tienen por qué compartir totalmente con los nuestros.

Pero es que la universalidad en el tiempo ya se ha demostrado también inviable. Derechos que hace sólo dos o tres siglos no eran vistos como tales, ahora son considerados como dogmas intocables -valga el ejemplo de la libertad de expresión-, y quien se atreva a discutirlos o vulnerarlos es condenado ipso facto por... sí, por "¡fascista!", que es una palabrita cómoda que ahorra a quien la emplea la tediosa tarea de pensar, debatir y argumentar. Y a la inversa: hace dos siglos, o mucho menos, situaciones que hoy consideramos aberraciones éticas y legales eran... derechos recogidos en las Constituciones con todas las garantías. Ejemplo: la posesión de esclavos, perfectamente legal en los Estados Unidos hasta pasada la mitad del siglo XIX.

Si esto es así, ¿quién me impide pensar que derechos recogidos en la Carta de San Francisco no vayan a ser vistos en ningún momento del futuro como aberraciones inhumanas o, a la inversa, que en ese futuro -en mi caso, en el presente, ya- se considere injusto, aberrante y propio de la barbarie más desalmada que no se incluyan en ella prerrogativas que alguien -yo, en este caso- considero derechos inviolables? ¿Se cree alguno de los que citan y citan los Derechos Humanos que éstos van a ser siempre los mismos, que la Humanidad ha alcanzado ya el culmen de la civilización y el progreso, o que, al menos, la aplicación real de esta Declaración Universal nos pondría en el camino del punto en que los seres humanos viviremos, o vivirán, en una sociedad perfecta, inmejorable, utópica y por tanto cerrada al progreso y la mejora?

Termino estas líneas señalando mi opinión, a riesgo de que alguien me salpique con la baba del insulto facilón de "¡fascista!". Aquí va mi opinión: desde mi punto de vista, en la Declaración Universal de Derechos Humanos FALTAN y SOBRAN derechos. Casi diría que sobran más de los que faltan.