lunes, 13 de octubre de 2014

En las alturas desde hace 85 años

Fue hace ya 85 años. Desde 1929, en efecto, la imagen del Corazón de Jesús emplazada en las Ermitas de Nuestra Señora de Belén preside y bendice panorámicamente la ciudad. Diez años antes, España había sido consagrada por el rey Alfonso XIII a dicha advocación, en el mismo acto en que se bendijo a inauguró la estatua erigida en el Cerro de los Ángeles.

     La devoción al Corazón de Jesús, en efecto, gozaba por aquellos años de una gran popularidad entre los católicos, y el mismo Papa, Pío XI, le dedicó la encíclica Miserentissimus Redemptor, promulgada el 8 de mayo de 1928. Precisamente el obispo de Córdoba, Adolfo Pérez Muñoz, en su carta pastoral a los fieles cordobeses publicada poco antes de la bendición de la imagen de las Ermitas, unió esta intención con el homenaje al Papa, que celebraba ese año sus bodas de oro sacerdotales: «No es, pues –afirmaba el obispo–, una estatua muda e inexpresiva la que vamos a inaugurar, sino el símbolo elocuentísimo de nuestro amor a Cristo, de nuestra adhesión a su vicario, de nuestros firmes propósitos de vivir y morir apacentados por éste dentro de la Iglesia que Aquél fundó».

     Los actos de la consagración cordobesa comenzaron el 12 de octubre y se prolongaron hasta el 24 del mismo mes, festividad del arcángel San Rafael. La mayor parte de ellos tuvieron lugar en la misma ciudad, y sólo el último y más solemne se celebró en las alturas de la Sierra.

     El día de Nuestra Señora del Pilar, que cayó en sábado, en todas las parroquias de la capital se celebró una comunión general de niños, y tres días después, coincidiendo con la festividad de Santa Teresa, la de niñas. «Los señores párrocos organizarán los actos preparatorios conducentes al mejor éxito de esta simpática solemnidad religiosa», ordenaba el programa oficial fijado por la diócesis.

     A las tres y media de la tarde del día 15 se formó una procesión de niños y niñas –en cortejos separados– que salió de la plaza de la Compañía y recorrió el siguiente itinerario: Duque de Hornachuelos, Plaza de Cánovas (Tendillas), Claudio Marcelo, Joaquín Costa (Capitulares), San Pablo, Huerto de San Andrés, Gutiérrez de los Ríos, Plaza de la Almagra, Carlos Rubio, Emilio Castelar (Lineros), Lucano, San Fernando y Ayuntamiento, «donde se disolverá». En el cortejo, en el que los sectores de niños se agrupaban por parroquias, figuraban las bandas de cornetas y tambores del Hospicio, las Escuelas Salesianas, el Regimiento de la Reina y la banda municipal. Como era preceptivo, cerraban la comitiva «preste y diáconos, presidencia y banda municipal». En total figuraban veinticuatro pequeñas imágenes llevadas en parihuelas, a razón de dos por cada parroquia de las doce que entonces había en la ciudad.

Septenario y «grandiosa procesión»

Como preparación inmediata se celebró de forma simultánea un solemne septenario en seis iglesias de la ciudad: la Catedral, San Pedro, San Pablo, Santa Marina, la Compañía y San Hipólito. Como dato curioso, el programa señalaba que el de San Pablo, que sería predicado por el claretiano Salvador Esteban, estaría destinado «exclusivamente para señoras».

     El obispo compareció un día en cada una de las sedes de este septenario, que se prolongó desde el día 16 al 22 de octubre (miércoles a martes). En el marco de ese septenario, exactamente el domingo 20, se incluyó una «grandiosa procesión» –así se anunciaba– que daría comienzo a las cinco de la tarde en la iglesia del Salvador (Compañía).

     Llevó la procesión cuatro pasos, en los que iban respectivamente Santo Tomás de Aquino, San Rafael, la Virgen de los Dolores y el Sagrado Corazón de Jesús. Cada paso llevaría un cortejo propio: respectivamente, irían precedidos por «las juventudes, los caballeros, las señoras y el clero». Pero los cortejos procedían de diversos templos: el de Santo Tomás venía de la Catedral, de donde salió a las cuatro para llegar una hora más tarde a la confluencia de Jesús María con las Tendillas; el de San Rafael del Juramento, que salió también a las cuatro y accedió a la plaza de Cánovas por Diego de León; el de la Virgen de los Dolores de San Jacinto y confluyó por Cruz Conde, y el del Corazón de Jesús de la Compañía y se unió en la desembocadura de Duque de Hornachuelos.

     En la plaza de Cánovas –que desde 1927 tenía en su centro la estatua del Gran Capitán– se formó la comitiva unitaria, abierta por «la Cruz de la Catedral», y en la que cada paso era acompañado por una banda de música: por ejemplo, el de San Rafael llevó la municipal de Córdoba y el de la Virgen de los Dolores a la municipal de Montoro.

     La convocatoria animaba a los fieles a sumarse al cortejo: «Se ruega encarecidamente a todos los cordobeses que se unan personalmente a esta hermosa manifestación de fe y no se limiten a presenciar el paso de la procesión, sino que formen en ella». Y se daban más precisiones: «No se llevarán velas. La procesión será de cuatro en fondo».

     El recorrido fue más amplio que la procesión de niños del martes anterior; después de reunirse todos los pasos y cortejos en las Tendillas, recorrieron Claudio Marcelo, Joaquín Costa, Alfaros, Puerta del Rincón, Plaza de Colón, Avenida de Canalejas (Ronda de los Tejares), Gran Capitán, Gondomar y Plaza de Cánovas, «donde se disolverá», es decir, donde cada sector inició el regreso a su templo de partida.

     Fue masiva, a decir de las crónicas, la presencia popular en la manifestación religiosa, que no sólo llenó las calles del centro sino que se realzó con adornos y colgaduras en los balcones: «Lucían colgaduras ricas en muchas partes, los mantones de Manila cubrían los balcones, los escudos del Corazón de Jesús se destacaban sobre los colores nacionales, el arte y la piedad supieron en algunos sitios colocar altares…» decía en su información El Defensor de Córdoba.

     El día 23, una vez terminado el septenario, en todas las iglesias donde se había celebrado éste, y también en todas las parroquias, se hizo una solemne comunión general.

El día grande

Estaba prevista la presencia en los fastos del nuncio de Su Santidad en España, y hasta el alcalde José María Sanz Noguer, publicó un bando en el que daba instrucciones sobre el recibimiento al representante pontificio, que llegaría en tren y al que se le tendría dispuesto un dispositivo para recorrer en caravana el recorrido desde la estación hasta el Seminario, donde tenía reservado su alojamiento. Pero finalmente no asistió debido a una indisposición: «Por mis condiciones salud resentida reciente viaje, médico prohíbe salga de Madrid», decía el telegrama enviado al prelado por la Nunciatura el día antes de su llegada.

     Desde muchos días antes se anunciaban detalles sobre la subida a las Ermitas. El obispo, de hecho, subió en varias ocasiones al desierto de Nuestra Señora de Belén para supervisar los preparativos.

     La procesión del día 20 se había celebrado con normalidad, pero el cielo amenazaba lluvia: el día 23, víspera del gran acontecimiento, llovieron 7,6 litros por metro cuadrado y las temperaturas fueron desapacibles: máxima de 12,8 grados y mínima de 6,2. «En el caso de que no lloviese en todo el día de hoy no habría por qué alterar el programa en nada», apostillaba el periódico católico.

     En efecto, «amaneció el día tristón», comenzaba su crónica del día previsto. Pero «los aparatos de lluvia no retrajeron a nadie y Córdoba se despobló». Desde muy pronto, antes de las ocho de la mañana, empezó a llegar el pueblo fiel, que ocupó todo el espacio disponible: «Lo que pudiéramos llamar en este caso presbiterio –se refiere al espacio donde se halla el altar delante del monumento– se vio invadido prontamente de público». Había tanta gente que hubo que recurrir a la tecnología más avanzada de la época: de Madrid se habían traído unos equipos de megafonía –«un micrófono, tres amplificadores y ocho altavoces dinámicos»– que permitieron que la voz del obispo, durante la misa, llegara hasta 700 metros de su emplazamiento.

     Asistieron numerosísimas autoridades no sólo de Córdoba capital, sino de la diócesis (que por entonces incluía Castuera, hoy de Badajoz). Al terminar la misa, el alcalde tomó la palabra para pronunciar la consagración de la ciudad y la provincia al Corazón de Jesús: «Concede a todos los pueblos cordobeses –decía entre otras cosas– un gozoso y tranquilo vivir y derrama sobre ellos la gracia de tus dones para que en su seno florezcan todas las virtudes y se afiancen sus legítimos progresos sociales».

     A continuación habló el obispo, que comenzó vinculando la consagración al Corazón de Jesús con el homenaje al Papa y recordando la Peregrinación Osio, que cuatro años antes, y tal día como ése, 24 de octubre, partió de Córdoba para que cientos de cordobeses rindieran homenaje al Sumo Pontífice en la Ciudad Eterna. En su extensa intervención, el prelado comparó el monte sobre el que se alza el monumento por una parte con el monte Tabor, donde se manifestó la gloria de Cristo, y por otro –aludiendo a la iluminación de que había sido dotada la estatua– con el Horeb, «aquel monte de Arabia cerca del Sinaí donde ardía la zarza sin consumirse».

     Terminada la alocución, y con grandes dificultades debido al gentío que se había congregado, el obispo pudo regresar a Palacio, seguido en el descenso de todos los peregrinos que se habían desplazado hasta el eremitorio.

     Arriba quedaba, para la Córdoba de siempre, la estatua del Corazón de Jesús tallada por Collaut Valera. Hace de esto ya 85 años.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Esperando a los bárbaros

Reproduzco a continuación mi columna publicada en la edición cordobesa de ABC el sábado 27 de septiembre de 2014, que no se incluyó en la edición digital del periódico.

Hace ya unos años, un veterano de la profesión periodística me explicaba que, para él, la situación actual del mundo en que vivimos –Occidente, para entendernos– era muy parecida a la que afectaba a Europa en los estertores del Imperio Romano. En aquel tiempo, en efecto, los bárbaros –una amenaza real y muy peligrosa, como se vio– no sólo amenazaban la fronteras del Imperio y, por ende, de la civilización, sino que poco a poco habían ido colocando sus peones en la entraña misma del mundo romano con todos los honores de la ciudadanía. Mientras tanto, la Roma decadente se entregaba a la molicie y a la vida cómoda, muy lejanos ya los tiempos austeros de la República que en vano trató de salvar el bueno de Cicerón.

Mil años después, a mediados del siglo XV, ocurrió algo parecido en Constantinopla. Con otra oleada de bárbaros, esta vez otomanos, a las puertas de la mítica ciudad, en su interior teólogos y políticos debatían con intensidad la cuestión del sexo de los ángeles. Mohamed II lo tuvo fácil, porque –son palabras de Indro Montanelli en su recordada Historia de Roma–, «los grandes imperios no caen por la derrota ante un enemigo externo y superior, sino corroídos por sus males internos».

Cuando mi amigo, ese veterano periodista, me habló de este paralelismo lo tomé por exagerado. Hoy le tengo que dar la razón. Europa trata de suicidarse a pasos agigantados a base de leyes y costumbres que, en nombre de la dignidad y sobre todo de la igualdad, lo que hacen es entregar sus reservas de energía moral a la vida fácil, al olvido del esfuerzo como moneda imprescindible que tenemos que pagar si queremos adquirir derechos y vivir una vida realmente digna y humana. Los bárbaros están ahí, bien armados y a pocos kilómetros, y aquí les preparan el terreno quintacolumnistas que hoy se llaman lobos solitarios. Mientras, en Europa nos seguimos hundiendo en la decadencia y la blandura o nos enzarzamos en enconados debates sobre el sexo de los ángeles (o haciendo referenda para pedir la independencia, que viene a ser lo mismo).

Hace casi un siglo, en un poema memorable, Kavafis denunciaba el recurso a los bárbaros porque ellos, a fin de cuentas, «eran de algún modo una solución». Unas décadas después, la lucidez de Ionesco se escandalizaba de que nadie se diera cuenta de la cantidad de ciudadanos que se estaban convirtiendo en rinocerontes. Pero hoy nadie se preocupa de los bárbaros: porque mientras unos se entregan vorazmente a la táctica del avestruz para ignorarlos, otros se preparan para cuando lleguen convirtiéndose en rinocerontes sin que sus conciudadanos se den por enterados.


jueves, 25 de septiembre de 2014

La Nueva Mitología: los Derechos Humanos

En la sociedad actual estamos asistiendo, ante la indiferencia de la mayoría, a la implantación velis nolis de una Nueva Mitología, es decir, de un nuevo sistema de valores y creencias. Son valores y creencias que no se presentan como sistematizados al estilo del corpus de dogmas y mandamientos que han caracterizado secularmente a las grandes religiones, aunque no por ello dejan de ser, por más que no lo pretendan, estrictamente paralelos.

En efecto, las sociedades occidentales en su totalidad están impregnadas de unas imposiciones ideológicas que nadie discute, entre otras cosas porque, con suma habilidad, sus promotores las supieron presentar como indiscutibles.

Pongamos un ejemplo: los Derechos Humanos. La llamada Declaración Universal de Derechos Humanos fue aprobada en París, por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 217 A (III), el 10 de diciembre de 1948 en París. En sus 30 artículos se recogen -a partir de la carta de San Francisco de 1945- los derechos humanos considerados básicos.

La mayoría de los países han firmado esa declaración y los pactos subsiguientes que los obligan a aplicarlos, pero -dirá alguno, sin duda alguna con razón- seguramente ni un solo país los aplica, ni en su legislación ni en su vida cotidiana, al cien por cien.

Digámoslo directamente: la Declaración Universal de los Derechos Humanos es el dogma cómodo del progresismo más superficial. Se invoca como referente último cada vez que se quiere justificar o denunciar cualquier situación, siempre en función de intereses particulares, y como es un dogma, nadie, absolutamente nadie, sea cual sea su planteamiento ideológico, se ve con fuerzas de rechazar ese argumento de autoridad. Y, por supuesto, quienes la invocan para un asunto determinado, la silencian o menosprecian -esto último sin hacerlo expresamente, que para eso es un dogma- en función de sus particulares posicionamientos.

Desde un principio la serie de derechos que en ella se incluyen se nos presentaron como "permanentes e inalterables", es decir, como indiscutibles e invariables por los siglos de los siglos. Alguno de mis lectores, si los hay, habrá comprobado que he empleado la expresión "permanentes e inalterables": se trata, en efecto, de una adjetivación tomada directamente del franquismo, con la que el dictador (sin éxito, como afortunadamente pudo verse) pretendía blindar en el contenido y en el tiempo la Ley de Principios del Movimiento Nacional, pretendido baluarte legal del sistema político en que se basó la dictadura.

Pues a día de hoy, pasados ya casi setenta años de su promulgación, a nadie, en Occidente, se le ha ocurrido -al menos en voz alta- discutir la validez de uno o varios de sus postulados. ¿Por qué? Sencillamente, porque como toda buena religión cargada de conversos, el progresismo actual, además de sus dogmas, tiene su cuerpo inquisitorial, que impondría el malhadado sambenito de "¡fascista!" a quien tuviera la ocurrencia de ver que el rey está desnudo, es decir, que una mente racionalmente dispuesta y libre de ataduras pueda ser capaz de pensar que en esa Declaración pueden faltar, y naturalmente sobrar, algunos de los derechos que proclama.

(Otra cosa distinta es cuando los mencionados Derechos se incumplan en dictaduras con las que el progresismo simpatiza, por ejemplo Cuba, Irán, Venezuela, Corea del Norte y, en menor medida -porque en esto está de acuerdo con posiciones conservadoras- en países como Arabia Saudí. En esos casos, sencillamente, no se habla de Derechos, Humanos, basta con mirar a otros sitios donde sí convenga denunciar su incumplimiento).

Los Derechos Humanos, o mejor dicho la Declaración que los convierte en dogma, no son discutibles racionalmente. Se creen o no, se aceptan o no, pero no se discuten, porque -repito- son sencillamente un dogma.

Pero yo pienso que los Derechos Humanos son un mito y un dogma. En primer lugar, no forman parte de la naturaleza humana: lo que forma parte de la naturaleza humana pertenece en su inmensa mayoría al campo de la biología y la fisiología, no al de la política. Los aceptamos, y es bueno que tengamos una carta programática nada más existir como humanos y sólo por existir como humanos, simplemente para hacer más llevadera la existencia en la que nos ha tocado desenvolvernos. Pero los Derechos Humanos que me asisten no forman parte de mí como, por ejemplo, mis ojos o mis manos, o mi capacidad de pensar y de hablar.

En segundo lugar, creo que la pretensión de elevar a la universalidad una carta de derechos fundamentales es utópica, y como todas las utopías es dictatorial. Todas las utopías son dictaduras, empezando por la de Tomás Moro y acabando por los intentos de implantación de sociedades perfectas como los que hicieron los nazis en Alemania, los marxistas-leninistas en la extinta Unión Soviética y, más recientemente, los hermanos Castro en Cuba, aunque estos últimos tienen ya más de ópera bufa que de utopía política.

La universalidad en el espacio de cualquier tipo de implantación ideológica es inviable, dada la enorme variedad de valores, ideas y creencias que hay actualmente en el mundo: la Historia no está de adorno, es ella la que ha forjado la realidad actual del mundo, y por más que haya, que los hay, intentos de manipularla y de cambiarla -precisamente, qué casualidad, por parte del mismo progresismo blando que denuncio- es imposible cambiar lo que ha ocurrido. La Declaración Universal de los Derechos Humanos ha sido aprobada por la mayoría de los gobiernos del mundo, democráticos o dictatoriales, pero ni un solo país la ha sometido a referéndum explícito entre sus ciudadanos. Y seguramente, si se llevara, con su texto actual, seguramente nos llevaríamos alguna sorpresa. ¿Qué porcentaje de ciudadanos de Estados Unidos daría entusiasmado su "sí" en ese imposible referéndum? ¿Y en Arabia Saudí? ¿Y en Corea del Norte? ¿Y en Siria? ¿Y en Malasia? ¿Y en Centroáfrica? Es evidente que hay valores y derechos que tenemos por sagrados e intocables en Occidente, porque disponemos de una historia y una trayectoria cultural determinada: parece lógico que quienes cuentan en su haber con otra trayectoria histórica y cultural defiendan unos valores y unos derechos que no tienen por qué compartir totalmente con los nuestros.

Pero es que la universalidad en el tiempo ya se ha demostrado también inviable. Derechos que hace sólo dos o tres siglos no eran vistos como tales, ahora son considerados como dogmas intocables -valga el ejemplo de la libertad de expresión-, y quien se atreva a discutirlos o vulnerarlos es condenado ipso facto por... sí, por "¡fascista!", que es una palabrita cómoda que ahorra a quien la emplea la tediosa tarea de pensar, debatir y argumentar. Y a la inversa: hace dos siglos, o mucho menos, situaciones que hoy consideramos aberraciones éticas y legales eran... derechos recogidos en las Constituciones con todas las garantías. Ejemplo: la posesión de esclavos, perfectamente legal en los Estados Unidos hasta pasada la mitad del siglo XIX.

Si esto es así, ¿quién me impide pensar que derechos recogidos en la Carta de San Francisco no vayan a ser vistos en ningún momento del futuro como aberraciones inhumanas o, a la inversa, que en ese futuro -en mi caso, en el presente, ya- se considere injusto, aberrante y propio de la barbarie más desalmada que no se incluyan en ella prerrogativas que alguien -yo, en este caso- considero derechos inviolables? ¿Se cree alguno de los que citan y citan los Derechos Humanos que éstos van a ser siempre los mismos, que la Humanidad ha alcanzado ya el culmen de la civilización y el progreso, o que, al menos, la aplicación real de esta Declaración Universal nos pondría en el camino del punto en que los seres humanos viviremos, o vivirán, en una sociedad perfecta, inmejorable, utópica y por tanto cerrada al progreso y la mejora?

Termino estas líneas señalando mi opinión, a riesgo de que alguien me salpique con la baba del insulto facilón de "¡fascista!". Aquí va mi opinión: desde mi punto de vista, en la Declaración Universal de Derechos Humanos FALTAN y SOBRAN derechos. Casi diría que sobran más de los que faltan.

martes, 1 de julio de 2014

LAS LETRAS NO SIRVEN PARA NADA

Hace unos días, el diario ABC de Córdoba publicaba una entrevista con María Barral Gil, la chica cordobesa –alumna del IES Séneca, por más señas− que ha obtenido la calificación más alta en la Selectividad de la UCO en la convocatoria de junio. En la entrevista, María mostraba su deseo de estudiar la carrera de Filosofía, lo que debió de sorprender a algunos que –esperando que optara a Medicina, una ingeniería, una LADE o cosas así− no tardaron en mostrar su desagrado, como diciendo «qué pena de cerebro desperdiciado».

Algo parecido ocurrió, y fui testigo, unos días antes de la noticia que acabo de referir. Estaba yo en la evaluación de un grupo al que había dado clase, y al llegar a Julio, un alumno brillantísimo que ha sacado un diez en todas las asignaturas, a alguien −¡a uno de los mismos profesores que le habían dado clase!− se le escapó un «¡Qué lástima!» cuando se supo que dicho alumno había anunciado su intención de cursar la carrera de Filosofía y Letras, concretamente en la especialidad de Historia.

Sigo recordando. Hace un año Miriam, una chica del instituto donde doy clases y que terminó su Bachillerato, dejó estupefactos a tirios y troyanos, nunca mejor dicho, cuando se matriculó en primer curso de Filología Clásica. Y lo curioso del caso es que a lo largo de estos meses me he cruzado algunas veces con ella y parecía inmensamente feliz con su elección, pese a los negros augurios que le pronosticaban los profetas de la modernidad.

¿Me voy más lejos en el tiempo? Cuando –hace sólo 44 años− decidí estudiar el Bachillerato de Letras oí comentarios como que «las Letras son cosa de niñas» y que, por supuesto, «las Letras no sirven para nada». Esto último es una opinión que, con el paso del tiempo, se ha ido consolidando hasta convertirse en un dogma que, como todos, es una verdad indiscutible que hay que creer sin pararse a pensar o discutir, porque entonces dejaría de ser dogma.

Las Letras no sirven para nada, desde luego. Porque si nos ponemos a pensar qué es lo que realmente sirve de algo en esta vida, veremos que son muy pocas cosas: en realidad, lo único que sirve para algo es comer todos los días y protegerse mínimamente de las inclemencias meteorológicas. Vivir, lo que se dice vivir, se puede vivir sin haber leído a Homero, sin saber quién fue Platón, sin haberse acercado a la teoría del conocimiento de Kant o sin tener una noción clara de lo que pasó en España entre 1936 y 1939, por poner tan sólo unos ejemplos, todos ellos del ámbito de las Letras. Pero también podríamos vivir sin AVE, sin teléfonos –móviles o de sobremesa− y sin hospitales de alta resolución: al fin y al cabo, la Humanidad ha sobrevivido decenas de miles de años sin ninguno de estos adelantos y ha llegado al momento presente. Puestos así, tampoco la Ingeniería ni la Medicina sirven para nada.

Pero la Ingeniería y la Medicina sí sirven: la primera nos facilita la existencia y entre otras cosas hace más cómodos y rápidos los desplazamientos -aunque tampoco es imprescindible desplazarse para seguir vivo-, y la segunda nos ayuda a ahuyentar, aunque siempre de forma provisional, el fantasma del dolor y de la muerte.

¿Y las Letras? Ayer mismo, sin ir más lejos, una persona me contó que había tenido acceso a un informe de tipo técnico, redactado por un ingeniero, número uno de su promoción: afirmaba esta persona que el informe «no había por donde cogerlo» ya que era tal era su saturación de errores ortográficos, patadas a la sintaxis y expresiones incorrectas que no hubo más remedio que mandar a la papelera –por incomprensible− el dichoso informe de un ingeniero que, eso sí, había sido el número uno de su promoción.

El utilitarismo ramplón inunda nuestra sociedad de una forma más contaminante, peligrosa e invisible que el agujero de la capa de ozono, que no ha sido producido por lo mucho que se ha debatido la autoría de la Ilíada y la Odisea sino, precisamente, por la adoración al Becerro de la Utilidad, del confort y del sentido práctico, ya que su aparición se ha debido... al avance de la Ciencia y la Tecnología.

Yo me alegro de que entre la juventud actual haya todavía estudiantes que admiren el valor de la belleza, del arte y de la reflexión y no sucumban ante los tótems que les quieren imponer, llámense Ingenierías, Tecnologías o Administración de Empresas, por muy loables y necesarias que sean estas actividades. Precisamente lo que falta en el mundo es tiempo material y espacio mental para la Humanidades, que como su nombre indica son las que nos sacan de la simple animalidad; hacen falta, como siempre, personas que dediquen su vida a la reflexión y a la libertad del espíritu, que es algo que sólo pueden dar la Historia, la Filosofía o la Cultura Clásica. Por eso felicito de todo corazón a personas como María, Julio o Miriam.

lunes, 24 de febrero de 2014

Un recuerdo a Casa Ogallas

Siempre que paso por el Jardín del Alpargate, al que sigo llamando en mi interior Plaza del Corazón de María, me sigo sorprendiendo de que no exista ya el bar Casa Ogallas.

Allí pasé algunos ratos excelentes con mis padres cuando era niño, con mi novia cuando empezaba a salir con ella y, en alguna ocasión, con amigos que vivieran por allí o que tuvieran alguna relación con la hermandad del Cristo de Gracia.

Sé que Casa Ogallas ya no existe, que desapareció hace varias décadas y que, durante un tiempo, un establecimiento con el mismo nombre tuvo sus puertas abiertas a poca distancia de él. Pero a este segundo y apócrifo Casa Ogallas no llegué a entrar. Me hubiera parecido un sacrilegio.

Cuando yo lo conocí, a mediados de los años sesenta, era un bar con mucho espacio, mesas de formica, azulejos en las paredes y un armario frigorífico de los que por entonces empezaron a generalizarse. Cuando llegaba, casi ni tenía que pedir mi consumición: un camarero mayor, con gafas y una camisa blanca de manga larga –creo de las que se llamaban «cubana»− se me acercaba y casi leía en mis labios lo que quería: que era, naturalmente, una caña de cerveza y una tapa de callos.

Mi madre me contó que ella también hizo su descubrimiento del bar cuando andaba de novia con mi padre. Por lo que me explicó, un domingo en que las disponibilidades económicas de mi padre se lo permitieron, le dijo que la iba a invitar a una tapa de los mejores callos de Córdoba. «No me gustan los callos», respondió la que andando el tiempo sería mi progenitora. «Pues te tomas otra cosa», le replicó su prometido.

Mi padre pidió su cerveza –una de esas botellas de El Águila de color ámbar oscuro, con el águila estampada en blanco− y una tapa de callos. Mi madre, otra consumición diferente. Una vez servida las tapas –en esas barquetas de aluminio que algunos recordarán−, mi padre le ofreció una «muestra» de los callos a mi madre. Y ella tuvo que rendirse a la evidencia: sus prejuicios contra los callos se acabaron y, cada vez que había ocasión, le pedía a mi padre que volviera a invitarla en el mismo sitio, por supuesto a callos y sólo a callos.
Cuando yo empecé a salir con la que hoy es mi esposa, la llevé también una vez a Casa Ogallas. Y, al igual que había hecho mi madre casi tres décadas antes, también se quedó prendada de esos callos. Muchas veces, de novios y de casados, me pidió expresamente que la llevara a Casa Ogallas a tomar los callos.

Recuerdo también una anécdota relacionada con este bar, que demuestra que no era yo ni eran los miembros de mi familia los únicos enamorados de aquellos callos. Fue el Domingo de Ramos de 1976. Yo acababa de ver la recogida de la hermandad de la Oración en el Huerto tras su regreso a la Semana Santa. Iba con Rafael Zafra y con José Roldán, presidente y directivo –a la sazón− de la Agrupación de Cofradías. Subíamos por la Cuesta de Luján, ya vacía, para regresar a nuestros domicilios. Rafael Zafra dijo que tenía hambre. Pepe Roldán, con el buen humor y la campechanía que lo caracterizan, dijo abiertamente: «Yo también tengo hambre. ¡Ahora mismo me comería la olla entera de callos de Casa Ogallas con un pan abogado!».

La memoria está hecha de momentos, de imágenes y de sensaciones. Ya lo dijo Proust con su conocidísimo ejemplo de la magdalena en la taza de té. Pues para mí, que no soy parisino ni tengo la fina sensibilidad ni mucho menos la pluma meticulosa del autor de En busca del tiempo perdido, el color inconfundible, la textura cremosa, el aroma incomparable y el sabor único de los callos de Casa Ogallas forman, sin duda, parte de mi más querida memoria personal y sensitiva, y ese color, esa textura, ese aroma y ese sabor me siguen llegando todavía a los ojos, la lengua, la pituitaria y el paladar –y también el alma− más allá del tiempo, con la conciencia segura de que esas sensaciones no volveré a sentirlas nunca más en el mundo material.

No sé exactamente cuándo cerró el establecimiento, del que lamento no tener fotografías. Supongo que sirvió la última tapa de callos a mediados de los ochenta del siglo pasado. Pero siempre que paso por el Jardín del Alpargate, que ahora se llama Plaza del Cristo de Gracia, me sigo sorprendiendo de que no exista ya el bar Casa Ogallas.