martes, 6 de octubre de 2015

Imagine... Ante un mundo sin religión

Imagine there's no countries
It isn't hard to do
Nothing to kill or die for
And no religion too
Imagine all the people
Living life in peace...

A pesar de lo que diga John Lennon en su canción más conocida, no me apetece imaginarme un mundo sin religión. En realidad, Imagine, que tanto incrementó su fama y su dinero a comienzos de los 70, está llena de tópicos baratos y sensibleros, propios del mundo hippy que tanto contribuyó Lennon a formar y a mitologizar (por cierto, ¿no es la mitología una forma de religión, incluso una forma previa, parcial e incompleta?).

Pide el cantante y compositor a su oyente, en la estrofa que encabeza esta entrada, que se imagine "que no hay países, al fin y al cabo no es tan difícil, nada por lo que matar o por lo que morir, ni religión..." Y de ello extrae la conclusión de que, sin países ni religiones, "todo el mundo vivirá su vida en paz".

Pues no, yo no comparto esos deseos. No porque -Dios me libre de pensar lo contrario- yo no desee que todo el mundo viva en paz, sino porque, y ahí es donde está el error de Lennon, éste deja entrever, en la simplicidad de esta estrofa, que lo que impide que la gente viva su vida en paz es por un lado la existencia de países y de religiones. Y por ahí no paso, por mucho que lo diga este santo laico y kitsch del siglo XX, tan new age, tan paulocoelhista avant la lettre en algunas de las letras de sus canciones.

Lo que impide que la gente viva su vida en paz no es la existencia de fronteras ni de religiones, sino la ambición, el orgullo y la prepotencia, defectos y actitudes que -permítanme que les diga- estoy totalmente seguro de que existirían también si los países y las religiones nunca hubiesen aparecido sobre la faz de la tierra: entre otras cosas, porque las únicas sociedades contemporáneas donde la religión ha sido formalmente suprimida, es decir, las que han padecido regímenes como el nazismo y el comunismo, no se han caracterizado precisamente por una existencia más libre, armónica o solidaria de las personas que tuvieron la desgracia de nacer o vivir bajo su égida.

Pero hagámosle caso por una vez a la balada e imaginemos un mundo sin religión. Imaginemos que nunca hubiera existido en el mundo ninguna religión, que todos los hombres de todos los tiempos hubieran mirado siempre el universo sin hacerse preguntas ni fabricarse respuestas: es decir, si se hubieran limitado a vivir exclusivamente para la satisfacción de sus necesidades primarias, materiales e instintivas. Por lo pronto, si así hubiera sido, Lennon no habría escrito esa canción, ni ésta le habría reportado sus buenos dividendos en forma de fama (que en esos momentos, principios de los años 70 del siglo XX, bien poca falta le hacía ya) ni de dinero (del que ya estaba bien atiborrado en esas fechas); pero eso es muy secundario.

¿Un mundo sin religión? Bien, entonces no habrían existido, por ejemplo, las Pirámides de Egipto, ni el Partenón de Atenas, ni el Panteón de Roma (ni por tanto el de París), ni la Capilla Sixtina, ni la música de Bach, ni los Réquiem de Mozart o de Verdi, ni las catedrales góticas, ni la Mezquita de Córdoba, hoy Catedral, ni la Cúpula de la Roca de Jerusalén, ni Santa Sofía de Constantinopla, ni el Taj Majal, ni las pagodas de Rangún, ni los templos mayas o aztecas... ni el Cantar de los Cantares ni el Bhagavad-Gita, sin olvidar que todas las obras que menciono, que son sólo simples botones de muestra -entre millones que podría alegar- han generado a su vez innúmeras secuelas asimismo maravillosas en todos los tiempos y lugares ... ¿Sigo? Nada de eso existiría en el mundo ideal que propone la canción, en un mundo sin religiones. Quizá John Lennon, Karl Marx o Kim Jon-Un desearían que hubiera un mundo así, pero yo, ¿qué quieren que les diga? yo, que no tengo -Dios me libre- ni la fama de Lennon ni muchísimo menos su ingente fortuna, no puedo ni quiero imaginarme un mundo sin esas maravillas, porque ellas son las que han modelado mi mente, mi espíritu y mi vida, y como la mía la de miles de millones de personas a todo lo largo y ancho de la historia humana.

Concedo que, en muchas más ocasiones de las que sería deseable, los hombres han usado la religión -o las fronteras territoriales- como coartada para el ejercicio de los más abyectos ejercicios de violencia y crueldad que se pueda imaginar. No voy a poner muchos ejemplos, pero las Cruzadas del Cristianismo medieval y las Guerras Santas de todos los tiempos del Islam son suficientes.

Sin embargo, yo me pregunto: ¿Hubieran vivido los hombres siempre sin conflictos, siempre en paz y armonía consigo mismo y con sus semejantes, si nunca hubieran existido las religiones ni los países? ¿No será que las guerras en nombre de la religión han sido sólo la vestidura de que se han apropiado en muchas ocasiones la ambición, el egoísmo y la prepotencia de los seres humanos para dar tienda suelta a unas inclinaciones que existen en el ser humano al margen de que sean o no religiosos? ¿Acaso las personas que no tienen religión ninguna son, por este mero hecho, pacíficas, tolerantes, respetuosas o equilibradas consigo mismo y en sus relaciones con los demás? ¿No es cierto que, si bien -en demasiadas ocasiones- los seres humanos han cometido crímenes horribles en nombre de la religión, al mismo tiempo ésta ha servido, en otras ocasiones, como bálsamo que cure los efectos de esas guerras o que, incluso, las hayan prevenido y evitado? No es fácil hacerlo, pero hay que meter en el mismo saco de hombres religiosos, por un lado a los promotores de las Cruzadas y a los líderes del Estado Islámico, pero por otro a Francisco de Asís, Mahatma Ghandi o Teresa de Calcuta, ejemplos que como es bien claro manifiestan dos comportamientos radicalmente contrapuestos.

Y yendo más allá: ¿Habría avanzado la ciencia sin ese preámbulo imprescindible que le fue en su momento la mitología? El avance de la ciencia se topó y se sigue topando con la resistencia de personas o grupos religiosos, pero no es menos cierto que a la ciencia, sobre todo la ciencia experimental, esos obstáculos le resultaron tremendamente útiles como punto de partida, al menos para promover la investigación que pusiera de manifiesto su inconsistencia.

¿Habría sido posible -no en nuestro tiempo, que tampoco lo sé, sino hace dos mil, mil o quinientos años- una ética sin más referente que el pretendido buenismo congénito del ser humano (en el que yo, personalmente, no puedo creer porque la vida real y los informativos me disuaden a diario)? Permítame el señor Lennon, allá donde se encuentre, que lo dude con toda mi capacidad de dudar.

El problema es que seguramente Lennon, como sus tres compañeros de Liverpool, tenía una más que ajustada, por no decir mínima, formación cultural y humanística. Y el éxito que sacudió sus existencias les permitió hacer llegar a millones de personas en todo el mundo una serie de mensajes simplones, fáciles y sobre todo cómodos de creer y de asimilar, pero que -como ocurre con la estrofa que abre estas líneas- no resisten un análisis sosegado, racional y fundamentado en sólidos argumentos; al menos, no lo resisten sin precisiones, correcciones o rectificaciones.

Tuvo éxito la proclama, no obstante. Hoy, casi medio siglo después de esa canción y 35 años después de la muerte de John Lennon -una muerte que, por otra parte, contribuyó a convertirlo en un mito y a muchos de sus seguidores en fieles de, vaya por Dios, una nueva religión-, las cosas siguen en la linea que trazaron esas proclamas: la gente, sobre todo en Occidente y en especial a raíz de la generalización del uso de las redes sociales, se deja llevar mayoritariamente por mensajes en apariencia fáciles, simples, agradables de decir y de escuchar, cómodos se aplicar porque no exigen una ética personal rigurosa con uno mismo y dejan siempre las exigencias y las obligaciones en manos de los demás. Un simple vistazo al mundo actual, a los medios de comunicación, a las redes sociales, demostrarán que llevo razón, hasta tal punto que en los últimos tiempos ni siquiera el Papa o el presidente de los Estados Unidos, por poner dos tótems que han sido representados como poderes de este mundo, han podido o querido resistir a esa oleada de blandenguería intelectual y ética que inunda nuestro mundo con su espuma perfumada, quizá con el objetivo de camuflar la pestilencia totalitaria que avanza a pasos agigantados por Occidente. Porque la historia nos dice que Roma no cayó por la acción de un enemigo exterior, sino corroída por sus males internos, por el abandono de sus ideales republicanos: los bárbaros -que, a diferencia del poema de Kavafis, sí existen y esperan sin prisa pero con firmeza su llegada- no destruyeron nada, sino que se limitaron a firmar el certificado de defunción de un muerto que ya se había suicidado sin ayuda ajena.