lunes, 2 de mayo de 2011

Dos atardeceres

Fueron dos atardeceres.

Ocurrieron lejos de nuestro tiempo, hace veinte siglos mal contados, y con unos cuarenta y tantos años de diferencia entre uno y otro. Los dos ocurrieron cerca de un Mediterráneo que los romanos llamaban ya, con toda la razón, Mare Nostrum. Debió de brillar en ellos una luz similar, de un azul dulcísimo teñido de violeta suave.

El primero fue cerca de Roma, en Italia. Un pastor, tumbado a la sombra de un haya, canta feliz su amor por la hermosa Amarilis. Otro, triste, se despide de él porque debe abandonar sus tierras en aplicación de una ley injusta. Nos lo cuenta Virgilio en su Bucólica primera. En un momento dado, el afortunado Títiro, enternecido por el dolor de Melibeo, le ofrece quedarse a cenar en su casa, a dormir en ella antes de su partida definitiva. "HIC TAMEN HANC MECVM POTERAS REQVIESCERE NOCTEM", le dice ('puedes quedarte a descansar esta noche conmigo').

El generoso Títiro le ofrece lo que tiene: frutas maduras, castañas tiernas, queso de sus cabras. La Bucólica primera termina con una de las más bellas descripciones del atardecer que jamás se han escrito: "maioresque cadunt altis de montibus umbrae" ('caen mayores las sombras de las altas colinas').

No sabemos si Melibeo aceptó el amable ofrecimiento de su vecino. Está claro que Títiro se quedó en su casa, con la tranquilidad de quien no tiene nada que temer. Había ofrecido su hospitalidad a Melibeo, y sin duda alguna seguiría tranquilamente su plácida existencia, quizá recordando durante algunos meses a su desgraciado amigo, hasta olvidarlo con el paso del tiempo.

El segundo atardecer tuvo lugar en el camino entre Jerusalén y Emaús; apenas habían pasado cincuenta años desde el anterior. Unos discípulos de Jesús huyen de la ciudad santa, asustados ante los terribles acontecimientos que acaban de ocurrir en ella. Se les une en el camino un peregrino al que no identifican, y se ponen a hablar con él. Anochece, el peregrino hace ademán de seguir adelante, y los discípulos, que algo han empezado a sentir dentro de su alma, le dicen unas palabras hermosísimas: "MANE NOBISCVM, QVONIAM ADVERPERASCIT, ET INCLINATA EST IAM DIES" ('quédate con nosotros, porque ya atardece y cae el día').

El peregrino se quedó a cenar con ellos.Y en la cena se le abrieron los ojos a los peregrinos, al partir el pan: se dieron cuenta de que era Él, el Señor.

Los discípulos volvieron a Jerusalén. El Maestro desapareció de sus ojos, pero se quedó para siempre en su corazón. El encuentro cambió sus planes: después de ver lo que habían visto, no les importaba ya lo que tuvieran que hacer en Emaús, ni siquiera el miedo con el que salieron de la ciudad donde habían ocurrido los hechos que comentaron con Jesús.

Fueron dos atardeceres de hace casi dos mil años. En los dos, el cielo cercano al Mare Nostrum debió de ofrecer una luz similar, de un azul dulcísimo teñido de violeta suave. En los dos, alguien pidió a otro que se quedara.
En Virgilio, el que se iba lo había perdido todo y no tenía nada que ofrecer a su anfitrión.

En San Lucas (24, 13-34), eran los que se quedaban los que, por sí mismos, no tenían nada: lo habían encontrado todo en aquel al que estaban pidiendo que se quedara con ellos, y por eso mismo necesitaban su presencia.Pero, ¿la necesitaban de verdad? Ya lo tenían dentro, su presencia física y visible les era secundaria: por eso desapareció de sus ojos, y por eso mismo se volvieron a Jerusalén a decir lo que habían visto.


Dos atardeceres con hermosas coincidencias. En los dos cae la luz del día, en los dos alguien ofrece a otro quedarse a cenar y descansar. En la Bucólica primera de Virgilio la vida sigue para Títiro y Melibeo, en dos direcciones diferentes, pero tal y como estaba previsto de antemano. En el texto de San Lucas, por contra, la vida cambia de forma radical, porque después de tener la experiencia de la Resurrección de Cristo, la vida no puede ser igual que antes. Ni mucho menos.