martes, 20 de febrero de 2018

Portavozas y cofradas


Reconozco de entrada que no tengo la altura intelectual ni la capacidad lingüística de Irene Montero. Como carezco de esa altura y —sobre todo— de esa capacidad de usar y manejar la lengua, no he podido llegar a ser el número dos de un partido político de implantación nacional. Estoy frustrado, qué le vamos a hacer.
     Quizá ella, en su alto nivel epistemológico, tiene conocimientos del idioma que los mortales no alcanzamos a vislumbrar, y se permite parir palabras (no sé si tendrá valor para parir alguna vez seres humanos) como ese «portavoza» que sigue generando estupor en quienes no caminamos por las nubes de su Matrix, digo, de su Olimpo. Los mortales pensamos que esa palabra es una atrocidad porque, en nuestra ignorancia, alegamos que la palabra «voz» lleva ya implícito el género gramatical femenino sin necesidad de morfema alguno, como le ocurre a «mesa», «pluma» o «canción» (y, en el masculino, a «coche», «brazo» o «cielo»). Pero claro, es que los demás somos unos analfabetos y ella es una gran maestra de la lingüística, como bien debe de saber su líder Pablo Iglesias Turón.
     Pero bueno, una vez reconocida mi inferioridad, vamos al tema. Hace pocos días, en un escrito para el blog de mi hermandad, utilicé la palabra «cofrada» para referirme a una mujer que pertenece a la cofradía. En menos de diez minutos recibí dos mensajes de personas que se habían sorprendido por el uso de tal vocablo, seguramente desconocido para ellas. Ahora voy a detallar mi explicación.
     La palabra «cofrada» existe, no la he inventado yo ni ha sido una Irene Montero de las cofradías actuales la pionera en reivindicarla. Hay que irse un poco más lejos: exactamente, como mínimo, a 1537. De ese año datan las reglas de la Hermandad del Santísimo Sacramento de la antigua parroquia de la Magdalena de Córdoba, que investigué a fondo hace más de treinta años. El capítulo tercero de dicha regla dice literalmente lo siguiente:
«Ordenamos y tenemos por bien que cuando se hubiere de recibir algún cofrade, no se reciba sino en uno de estos tres cabildos arriba dichos, o en la fiesta que se hiciere en el año o cuando al nuestro hermano mayor con sus oficiales les pareciere, entrando con su cirio como los nuestros hermanos, y así mismo la mujer cofrada, y esto no pudiendo servir pague tres reales de excusada».
     Hasta cuatro veces aparece el vocablo en la citada regla, y ya en el apartado que acabamos de reproducir se aprecia —por cierto— que las mujeres tenían las mismas obligaciones que los hermanos varones.
     Como vemos la palabra «cofrada» existe desde hace más 480 años… como mínimo. Otra cosa es si debemos considerarla gramaticalmente correcta o no. Y la respuesta es no. El femenino «cofrada» se ha formado por analogía, sustituyendo la –e final por una –a: es el procedimiento indebidamente usado aún hoy día, cuando en aras de eso que llaman «visibilizar» a la mujer se cometen tropelías como hablar de «presidenta», cuando la –e de «presidente» procede de un participio de presente del latín que tenía la misma forma para el masculino que para el femenino. No se hace esa barbaridad en palabras como «estudiante» o «dirigente» (que procede de un participio de presente exactamente igual), y a nadie se le ha ocurrido decir «estudianta» o «dirigenta»… hasta que venga otra Irene Montero u otra Bibiana Aído (aquí la excelencia intelectual alcanza niveles galácticos; vamos, que me he puesto de pie con veneración cuando he tecleado este eximio nombre).
     Pero «cofrada» es incorrecta por otra causa. Supongo que cualquier lector sabrá que la palabra «cofrade», en masculino, es el resultado de unir el prefijo «co–» (procedente de la preposición latina CUM, que significa «con» y añade el matiz general de ‘unión’) con la raíz FRATER, que como es bien sabido significa ‘hermano’. El problema es que el femenino de FRATER no se forma en latín sustituyendo una terminación generalmente masculina por otra femenina, como ocurre por ejemplo en AMICUS y AMICA (‘amigo’ y ‘amiga’ respectivamente). Como en otras palabras de uso muy común, la diferencia entre masculino y femenino se marca no mediante un morfema, sino a través de un cambio de lexema, de raíz: en latín ‘hermana’ se dice SOROR, de donde viene el «sor» que ponemos por delante del nombre de una mujer cuando se hace monja. Por tanto, la forma gramatical y etimológicamente correcta de formar el femenino de «cofrade» sería usar «*cosoror», «*cosor» o algo así: lo que ocurre es que cuando la palabra «cofrade» se puso en marcha (hay que situarse en la Baja Edad Media), hacía tiempo que se había olvidado esta distinción léxica FRATER / SOROR al quedar absorbida por la distinción «hermano»/«hermana», y este olvido es sin duda la causa de la formación analógica de «cofrada».
     Aprovechamos para decir que el vocablo que sustituyó en la lengua habitual a FRATER procede de otra voz latina, GERMANUS, que en principio era sólo un adjetivo que se unía a FRATER y significaba ‘de padre y madre’, de modo que en latín se llamaba FRATRES GERMANI (en plural) a los hermanos que compartían a ambos progenitores. La expansión del Cristianismo y sus valores morales hizo que la inmensa mayoría de los FRATRES fueran GERMANI, aunque seguía habiendo hijos extramatrimoniales o prematrimoniales. Debe quedar claro también que esta voz GERMANUS no tiene nada que ver con otra palabra exactamente igual que designaba a los germanos, habitantes de un pueblo del Imperio, hoy llamado Alemania: es pura coincidencia, vamos.
     Por cierto, la actual evolución de las costumbres, con muchos hijos únicos y abundantes divorcios y parejas con hijos de relaciones anteriores nos ha llevado a que haya personas que tengan FRATRES pero no GERMANI.
     En resumen, «cofrada» es una palabra que existe, puede usarse y debe usarse, aunque su formación gramatical sea inicialmente incorrecta. Y no se la tenemos que agradecer a Irene Montero.