jueves, 26 de julio de 2012

Un rincón de Córdoba: la calle Antonio del Castillo y alrededores

Hoy me he dado un paseo por la calle Antonio del Castillo y alrededores. En ella pasé cinco años de mi infancia, los que van de 1960 a 1965. Como le ocurrió al protagonista de «La borra del café», la entrañable novela en que Mario Benedetti recuerda su infancia y adolescencia, cuando yo era niño mis padres se mudaban de domicilio con frecuencia. Y es curioso: aunque viví en muchas casas –que yo recuerde, en la calle San Acisclo, en la llamada Huerta Chiquita, un barrio que ya no existe, en Antonio del Castillo, la plaza de la Magdalena y la calle Siete de Mayo− ni una sola de las casas en las que residí hasta que me casé existe ya, pues todas han ido cayendo bajo la piqueta conforme han pasado los años. Es como si un negro hado quisiera borrar los restos que quedaran de los sitios por donde yo he pasado.


Pero a lo que voy, a la calle Antonio del Castillo. He entrado por Horno del Cristo y la plaza de Jerónimo Páez. En ésta me he detenido ante la fachada de la casa palaciega, hoy abandonada, en la que alguna vez se ha hablado de construir un hotel de cinco estrellas pero que, de momento, está cerrada y muestra su ruina a quien se aventura por allí. En alguna ocasión, cuando vivía en Antonio del Castillo, pude entrar en esa casa, porque los propietarios tendrían hijos de mi edad y entonces era muy frecuente jugar en la calle, así que nos conocíamos y me permitieron entrar. Sólo recuerdo la impresión que me produjo, al cruzar la puerta principal –situada tras el breve compás cerrado con una reja de hierro− el esplendor de una escalera que subía al piso superior: tenía una alfombra roja que cubría los escalones, con barras de metal dorado que la sostenían. Era una escalera que sólo he visto en películas de Hollywood, o en palacios reales que, como turista, me ha sido dado visitar en algún viaje. Pero que una casa real, donde viviera gente y hubiera niños que pudieran y quisieran jugar conmigo, tuviera una escalera de esa pomposidad –o al menos yo así la vi y la recuerdo− es algo que no se me ha vuelto a dar.
Frente a ese palacio, ya en Antonio del Castillo, la casa que lleva el nombre de la calle es muy sencilla: tiene dos plantas y la inferior está ocupada por un bar llamado «La Cavea», sin duda alguna por la proximidad del Museo Arqueológico y los restos del teatro que en él se conservan. En esa casa vivían unas niñas, amigas sin duda de mis vecinas González Castro, y recuerdo también que en alguna ocasión fui a esa casa, a jugar en la azotea, cuyo aspecto recuerdo aún perfectamente; esa visita la hice sin duda a primeros de mayo, porque los vecinos habían instalado una cruz de mayo delante de la «Casa del Judío» y las niñas estaban vestidas de gitana. Que yo recuerde, en esa cruz de mayo no había barra ni se servían bebidas ni raciones ni, por supuesto, había sevillanas por megafonía: sólo había las flores y macetas que aportaban las vecinas y el ambiente era la concentración de quienes vivíamos por allí y las sevillanas que, con su propia voz, cantaban las chicas que se habían vestido de gitanas y bailaban llenas de alegría.

Conforme avanzo por la calle me sigo sorprendiendo de lo estrecha que es ahora, o de lo ancha que me parecía a mí cuando jugaba en ella. También me acuerdo de algunas de las familias que vivían allí, y de algunos niños con los que jugaba. Uno de ellos se llamaba Narciso, y parecía un «niño bien». Otro, bajito y moreno como su padre –un señor muy serio y amable, con bigote rectilíneo y gruesas gafas−, me daba un poco de pena cuando lo veía, porque una vez me dijo mi madre que la madre de ese chico había muerto, y que un tiempo después su padre se había vuelto a casar con la que hasta ese momento era su cuñada, es decir, hermana de la madre del muchacho.





De la casa donde yo viví ya sólo queda el sitio, pues fue derribada hace dos décadas y en su solar se levantó un edificio de dos plantas de nueva construcción, y que ofrece el mismo aspecto impersonal y frío que todo lo que construye Vimcorsa, seguramente por influencia de los planes de viviendas que se hacían en la Unión Soviética. La casa que me vio corretear entre 1960 y 1965 tenía el número 1, pero su sucesora tiene el 3, al haber pasado el 1 a la casa que se asoma a la plaza de Séneca y hace esquina con San Eulogio. Entre «mi casa» y la que hace esquina, en la misma acera y en un pequeño ensanche de la calle, había un semisótano en el que trabajaba un zapatero remendón; el hombre tenía un problema en los pies y andaba con dos bastones. Uno de sus hijos, de nuestra edad o poco más, jugaba con nosotros en la calle cuando era ocasión, que era casi siempre que no había clase. En ese tramo, que ahora se me antoja pequeñísimo, tenían lugar largas tertulias en las noches de verano: los vecinos salían a «tomar el fresco» con sus sillas, y las mujeres se sentaban a un lado de la puerta, el que va para la plaza de Séneca, los hombres permanecían de pie al otro lado, el que va para Jerónimo Páez, y los niños corríamos de un lado a otro sin más precaución que alguna vez, cuando pasaba un coche, que nos pegábamos a las paredes; pero era rarísimo que pasaran coches por allí, y el único que no faltaba nunca era uno al que llamábamos «el huevo duro», un coche biplaza pequeñísimo y con una carrocería ovalada de color salmón muy claro.

Justo frente a la casa en que yo vivía había una gran puerta metálica, que daba acceso a la parte posterior de la llamada «Casa de Séneca». Es –y lo digo en presente porque esta mañana me ha sorprendido ver que sigue no sólo intacta, sino reparada, repintada y limpia− una puerta de color marrón, dividida en varias secciones por «nervios» del mismo hierro aplicados con remaches. En mis tiempos estaba mucho más sucia y oxidada, y tuvo durante muchísimo tiempo lo que hoy llamaríamos un «graffiti» que ponía, en grandes letras escritas con tiza, el nombre de SÉNECA. Pero no era por un entusiasmo cultural sobre el gran escritor romano, tan vinculado a esta parte de la ciudad; se trataba de una especie de «hurra» al equipo de fútbol de ese nombre, pues el Séneca CF se fundó en una antigua casa, también desaparecida, situada en la plaza de ese nombre; una casa que tenía un patio enorme de tierra, donde los chicos del barrio jugaban al deporte rey en los años en que el Córdoba CF acababa de subir a Primera División. Por cierto, como la plaza de Séneca en sí no tenía la estructura que se ofrece ahora y era sólo una cuesta con la estatua romana que ahí sigue, podían hasta aparcar coches; y no es que hubiera muchos, pero sí veíamos con frecuencia uno: el del futbolista Simonet, inolvidable defensa del equipo blanquiverde, que vivía en la calle San Eulogio y aparcaba su coche, un Renault Dauphine, en la misma plaza de Séneca.

Precisamente del tráfico por esa calle me quedan dos estampas que el tiempo no ha logrado olvidar. Las dos escenas las contemplé al regreso del colegio: yo iba al Colegio La Milagrosa, situado en la calle Gondomar, y bajaba todos los días la calle Ambrosio de Morales. Una de las veces, al llegar a la plaza de Séneca, vi mucho revuelo y –lo que más me impresionó− huellas de neumático manchadas de sangre. Según me explicaron, un carro tirado por un mulo se había estrellado contra una de las rejas de la casa que hoy lleva el número 1 de Antonio del Castillo. Al parecer al mulero, al pasar por la taberna de la Sociedad de Plateros, debió de apetecérsele un medio de «Peseta» y detuvo el carruaje en la misma puerta; pero el carro debía de estar muy cargado y no tendría freno de mano, de modo que empujó al propio mulo hasta estrellarse en la reja, donde uno de los hierros del propio carro, al retorcerse, se le clavó produciéndole la muerte. Cuando yo llegué no quedaban más restos que las citadas huellas de coche con manchas de sangre, pero el suceso dio tema de conversación durante un tiempo a los parroquianos de la taberna y a los vecinos del barrio.




Y quizá como muestra de que la primera mitad de los años 60 eran una etapa de transición para nuevos tiempos, pocos meses después ocurrió un suceso análogo, sólo que esta vez el accidentado era un coche –nada menos que un Seat 1400C, uno de los grandes de su tiempo−, cuyo conductor seguramente tendría la misma sed de vino que el acemilero de que he hablado, y dejó su vehículo aparcado frente a la taberna sin las pertinentes medidas preventivas, dado que la cuesta abajo es muy pronunciada.



Pero con independencia de las anécdotas y sucedidos de los que me fue dado ser infantilísimo testigo, esta zona de la ciudad es, al menos para mí, de las más entrañables y cálidas de la ciudad. Y no lo digo ya por las connotaciones que me trae, sino por algo tan simple como las denominaciones de plazas y lugares que allí se concentran: en la plaza de Séneca confluyen vías urbanas con los nombres de San Eulogio, cuya calle baja hacia el Portillo y San Francisco, Antonio del Castillo camino del Museo Arqueológico, y Ambrosio de Morales que viene desde las alturas de Claudio Marcelo. Se trata de cuatro nombres de cordobeses que simbolizan cuatro etapas de la historia de la ciudad: la Córdoba romana con Séneca, la mozárabe con San Eulogio, la renacentista con Ambrosio de Morales y la barroca con Antonio del Castillo.
La misma «casa de Séneca» tiene honda trayectoria literaria. En ella pasó una temporada, en el año 1859, el escritor extremeño Vicente Barrantes, que sería diputado de las Cortes y que desarrolló en su tiempo una interesante pero poco conocida labor en el mundo de las letras y la historia. Había tenido, al pasar por Despeñaperros, un «accidente de tráfico», es decir, su diligencia se había caído por algún barranco y él se fracturó una pierna que se le gangrenó y le hubo de ser amputada, de modo que pasó su convalecencia en esa casa, invitado por un amigo cordobés, y en ella mantuvo fecundas tertulias literarias con, entre otros, el conocido polígrafo Luis María Ramírez de las Casas-Deza.



Luego he bajado por la calle San Eulogio y he salido a la de la Feria por el pasaje Claudio Galión, uno de los lugares más desconocidos y mágicos de Córdoba. El enlace de San Eulogio con este enclave recuerda las antiguas «casas de paso», y hasta es posible que en el lugar se levantara una de ellas, pero no me he puesto a confirmarlo. Lo que sí es cierto es que el pasaje, al que se accede por un arco presidido por una imagen de San Rafael −¡cómo no!− tiene un rincón encantador con una fuente, una columna, una cruz de hierro forjado y un ciprés. Para desgracia de esta ciudad que quiso ser, y no sé yo si con merecimiento por sus habitantes del presente, Capital Cultural de Europa, tampoco faltan en el lugar pintadas y huellas de mal gusto, incultura y falta de respeto y tolerancia. Tengo que terminar estas notas diciéndolo muy claro: ¡menos mal que no nos dieron la dichosa Capitalidad! De habérnosla concedido, yo hubiera pasado, como cordobés, una enorme vergüenza viendo a decenas de miles de turistas y visitantes contemplando nuestras calles, hasta las más representativas del casco histórico, ensuciadas por la bazofia mental, y a veces física, de muchos cordobeses.

26 de julio de 2012

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