Ayer estuve en Sevilla viendo la salida y el traslado de la imagen de Jesús del Gran Poder desde su basílica a la Catedral.
Después de ver lo que vi, no voy a hacer una reflexión cofrade ni religiosa, sólo cuantitativa.
Me hace gracia cuando, tras una manifestación sindical o de protesta, hay la clásica batalla de cifras entre organización y policía o viceversa.
¿Cuánta gente había ayer en las calles de Sevilla viendo al Gran Poder? No lo sé ni me importa: sí sé que, sin duda, mucha más gente, muchísima más, que en las manifestaciones sindicales o laborales o políticas en las que se grita, se insulta, se desprecia y -si la ocasión lo requiere- se destroza mobiliario urbano, cajeros automáticos o escaparates de bancos o franquicias, o se queman contenedores de basura.
Porque el Gran Poder se manifiesta desde el silencio, sólo en ese silencio es posible comprender, mejor, intuir, de qué se trata, qué misteriosa fibra se mueve en miles de personas para ir a ver... una escultura de hace casi cuatro siglos, vestida con una túnica de terciopelo liso y alumbrada por cuatro faroles hexagonales.
Ayer no hubo gritos, ni insultos, ni desprecios, ni destrozos. No hubo mareas verdes, ni blancas ni azules ni rojas ni moradas.
Hubo gente en silencio viendo pasar en Gran Poder. Sólo eso. Algunos -es mi caso- esperaron a pie quieto casi dos horas para verlo pasar durante cinco minutos, y a fe que dieron -doy- ese tiempo por bien empleado.
Para pensarlo. También la jerarquía eclesiástica.
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