Álvaro Pombo: Quédate
con nosotros, Señor, porque atardece. Ediciones Destino, colección Áncora y
Delfín. Barcelona, 2013.
De un tirón, como quien dice –en menos de tres días− me he
leído la última novela de Álvaro Pombo, Quédate
con nosotros, Señor, porque atardece. No conocía yo este libro, que salió a
la luz hace unos meses, y lo adquirí el pasado viernes en el sitio más
insospechado: un supermercado de alimentación, lugar que, por lo visto,
últimamente tiene la deferencia de dejar un espacio para la venta de libros,
aunque éstos suelen ser, por lo común, aunque no en el caso que nos ocupa, las
consabidas Sombras de Grey o los
inevitables y siempre prescindibles best-sellers de Julia Navarro o Ildefonso
Falcones.
La novela de Pombo me ha encantado. He visto en ella que el autor
santanderino sigue siendo fiel a sí mismo, a su personalísima manera de
escribir y de narrar, en la que el argumento es sólo armazón para tributar su
ofrenda al pensamiento, a la psicología de los personajes, al culturalismo bien
entendido y nada esnob. En este sentido, llama la atención en este trabajo la
abundancia de referencias que denotan la amplitud y profundidad de las lecturas
del autor: cita de forma directa a Kierkegaard –uno de sus favoritos de siempre−,
San Juan de la Cruz, la Biblia, la regla de San Benito, Shakespeare, Hegel…
Pero también, entreveradas en el discurso narrativo con la naturalidad que
denota una perfecta asimilación, se dejan leer frases que resuenan con
facilidad a Antonio Machado, a Nietzsche o a Jorge Manrique. Y no deja de ser
uno de los mayores atractivos del texto la frecuente inclusión de frases en
latín, tanto de la Biblia como de la filosofía o de la Liturgia de las Horas:
tiene mérito el autor al no haber puesto la traducción de estas referencias,
como exigiendo al lector algo tan elemental, y hoy tan olvidado, de que es
imposible ser una persona culta sin saber latín.
Tangencialmente había tocado Pombo la temática religiosa en
obras anteriores –llegó a escribir por encargo una biografía de San Francisco
de Asís−, pero nunca de forma tan sustancial y directa como en ésta. Y aquí
está lo que más me ha gustado del libro: su conexión con Unamuno, porque tanto
en el fondo como en la forma, es decir, en la manera de tratar el lenguaje y de
sacar el máximo jugo y juego a las palabras –y no en el estilo propiamente
literario−, Álvaro Pombo me ha recordado en numerosas ocasiones al inmortal Don
Miguel: en sus disquisiciones sobre paronomasias y comparaciones de palabras
semejantes, hay párrafos que podrían haber sido escritos por Unamuno. También una
religiosidad agónica muy cercana a la
del unamuniano San Manuel Bueno se asoma con frecuencia a esta novela. Eso sí,
el estilo de Pombo es más refinado, más trabajado que el de Don Miguel, que
como es sabido escribía a impulsos y no se paraba demasiado a pretender
exquisiteces literarias.
La acción se sitúa en una pequeña comunidad de monjes de
Granada, fundada a principios de los setenta bajo las influencias confluyentes del
fervor posconciliar por un lado y de la mística light del movimiento hippie por
otro, y con la financiación de una dama de la alta sociedad, de ésas que tan
bien suele retratar Pombo en sus novelas. Un buen día, un religioso aparece muerto;
se trata de un suicidio, pero el prior dictamina que ha sido un accidente, lo
cual crea una cierta tensión con tres frentes: el propio interior de la
comunidad, la opinión pública representada por un periodista sin escrúpulos y
la propia benefactora del cortijo-monasterio.
Donde cualquier otro autor, y no estoy pensando ahora en el
Eco de El nombre de la rosa, hubiera
visto una veta sustanciosa para hacer un relato detectivesco y morboso, con los
insoslayables tópicos sobre la Iglesia Católica y su pretendido oscurantismo, Pombo escribe una narración que podríamos llamar «interiorista», donde la atención se centra en las consecuencias que el trágico hecho ocasiona en las almas de
los personajes. Obviamente, para mí lo más atractivo es cómo los monjes, al
afrontar el hecho de la muerte de su hermano de religión, se replantean tanto
en la intimidad de su oración como en sus conversaciones entre ellos el sentido
de su vida y su vocación, lo que acarreará acontecimientos insospechados.
No quiero cerrar esta impresión de mi lectura sin anotar dos
detalles mejorables. Por un lado, Pombo ha tenido un pequeño fallo de
documentación que un escritor de su nivel no podía permitirse: en un momento dado
habla del «obispo» de Granada, cuando lo cierto es que Granada lo que tiene es
arzobispo; es un detalle que puede parecer nimio, pero yo pienso que a un autor
como Pombo, al que tango admiro, se le puede exigir el conocimiento de algo tan
obvio.
Por otro lado, he notado más de una vez y más de dos determinados
errores en la puntuación del texto, con comas que faltan o que sobran sin venir
a cuento. No sé si serán fallos del autor o del socorrido «corrector de estilo»
de la editorial; en cualquier caso hay que cuidar estos detalles.
En cualquier caso, la más reciente novela de Álvaro Pombo
demuestra la lozanía personal y literaria de un autor que tiene ya 74 años y
que no ha cejado nunca en ofrecer una narrativa de culto, al acceso sólo de los
auténticos gourmets de la literatura.
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