Fue hace ya 85 años. Desde 1929, en efecto, la
imagen del Corazón de Jesús emplazada en las Ermitas de Nuestra Señora de Belén
preside y bendice panorámicamente la ciudad. Diez años antes, España había sido
consagrada por el rey Alfonso XIII a dicha advocación, en el mismo acto en que
se bendijo a inauguró la estatua erigida en el Cerro de los Ángeles.
La
devoción al Corazón de Jesús, en efecto, gozaba por aquellos años de una gran
popularidad entre los católicos, y el mismo Papa, Pío XI, le dedicó la
encíclica Miserentissimus Redemptor,
promulgada el 8 de mayo de 1928. Precisamente el obispo de Córdoba, Adolfo
Pérez Muñoz, en su carta pastoral a los fieles cordobeses publicada poco antes
de la bendición de la imagen de las Ermitas, unió esta intención con el
homenaje al Papa, que celebraba ese año sus bodas de oro sacerdotales: «No es, pues –afirmaba el obispo–, una estatua muda e inexpresiva la que vamos
a inaugurar, sino el símbolo elocuentísimo de nuestro amor a Cristo, de nuestra
adhesión a su vicario, de nuestros firmes propósitos de vivir y morir
apacentados por éste dentro de la Iglesia que Aquél fundó».
Los
actos de la consagración cordobesa comenzaron el 12 de octubre y se prolongaron
hasta el 24 del mismo mes, festividad del arcángel San Rafael. La mayor parte
de ellos tuvieron lugar en la misma ciudad, y sólo el último y más solemne se
celebró en las alturas de la Sierra.
El
día de Nuestra Señora del Pilar, que cayó en sábado, en todas las parroquias de
la capital se celebró una comunión general de niños, y tres días después,
coincidiendo con la festividad de Santa Teresa, la de niñas. «Los señores párrocos organizarán los actos
preparatorios conducentes al mejor éxito de esta simpática solemnidad
religiosa», ordenaba el programa oficial fijado por la diócesis.
A
las tres y media de la tarde del día 15 se formó una procesión de niños y niñas
–en cortejos separados– que salió de la plaza de la Compañía y recorrió el
siguiente itinerario: Duque de Hornachuelos, Plaza de Cánovas (Tendillas),
Claudio Marcelo, Joaquín Costa (Capitulares), San Pablo, Huerto de San Andrés,
Gutiérrez de los Ríos, Plaza de la Almagra, Carlos Rubio, Emilio Castelar
(Lineros), Lucano, San Fernando y Ayuntamiento, «donde se disolverá». En el cortejo, en el que los sectores de
niños se agrupaban por parroquias, figuraban las bandas de cornetas y tambores
del Hospicio, las Escuelas Salesianas, el Regimiento de la Reina y la banda
municipal. Como era preceptivo, cerraban la comitiva «preste y diáconos, presidencia y banda municipal». En total figuraban
veinticuatro pequeñas imágenes llevadas en parihuelas, a razón de dos por cada
parroquia de las doce que entonces había en la ciudad.
Septenario
y «grandiosa procesión»
Como preparación inmediata se celebró de forma
simultánea un solemne septenario en seis iglesias de la ciudad: la Catedral,
San Pedro, San Pablo, Santa Marina, la Compañía y San Hipólito. Como dato curioso,
el programa señalaba que el de San Pablo, que sería predicado por el claretiano
Salvador Esteban, estaría destinado «exclusivamente
para señoras».
El
obispo compareció un día en cada una de las sedes de este septenario, que se
prolongó desde el día 16 al 22 de octubre (miércoles a martes). En el marco de
ese septenario, exactamente el domingo 20, se incluyó una «grandiosa procesión»
–así se anunciaba– que daría comienzo a las cinco de la tarde en la iglesia del
Salvador (Compañía).
Llevó
la procesión cuatro pasos, en los que iban respectivamente Santo Tomás de
Aquino, San Rafael, la Virgen de los Dolores y el Sagrado Corazón de Jesús.
Cada paso llevaría un cortejo propio: respectivamente, irían precedidos por «las juventudes, los caballeros, las señoras
y el clero». Pero los cortejos procedían de diversos templos: el de Santo
Tomás venía de la Catedral, de donde salió a las cuatro para llegar una hora más
tarde a la confluencia de Jesús María con las Tendillas; el de San Rafael del
Juramento, que salió también a las cuatro y accedió a la plaza de Cánovas por
Diego de León; el de la Virgen de los Dolores de San Jacinto y confluyó por
Cruz Conde, y el del Corazón de Jesús de la Compañía y se unió en la
desembocadura de Duque de Hornachuelos.
En
la plaza de Cánovas –que desde 1927 tenía en su centro la estatua del Gran
Capitán– se formó la comitiva unitaria, abierta por «la Cruz de la Catedral», y
en la que cada paso era acompañado por una banda de música: por ejemplo, el de San
Rafael llevó la municipal de Córdoba y el de la Virgen de los Dolores a la
municipal de Montoro.
La
convocatoria animaba a los fieles a sumarse al cortejo: «Se ruega encarecidamente a todos los cordobeses que se unan personalmente
a esta hermosa manifestación de fe y no se limiten a presenciar el paso de la
procesión, sino que formen en ella». Y se daban más precisiones: «No se llevarán velas. La procesión será de
cuatro en fondo».
El
recorrido fue más amplio que la procesión de niños del martes anterior; después
de reunirse todos los pasos y cortejos en las Tendillas, recorrieron Claudio
Marcelo, Joaquín Costa, Alfaros, Puerta del Rincón, Plaza de Colón, Avenida de
Canalejas (Ronda de los Tejares), Gran Capitán, Gondomar y Plaza de Cánovas, «donde se disolverá», es decir, donde
cada sector inició el regreso a su templo de partida.
Fue
masiva, a decir de las crónicas, la presencia popular en la manifestación
religiosa, que no sólo llenó las calles del centro sino que se realzó con
adornos y colgaduras en los balcones: «Lucían
colgaduras ricas en muchas partes, los mantones de Manila cubrían los balcones,
los escudos del Corazón de Jesús se destacaban sobre los colores nacionales, el
arte y la piedad supieron en algunos sitios colocar altares…» decía en su
información El Defensor de Córdoba.
El
día 23, una vez terminado el septenario, en todas las iglesias donde se había
celebrado éste, y también en todas las parroquias, se hizo una solemne comunión
general.
El día
grande
Estaba prevista la presencia en los fastos del
nuncio de Su Santidad en España, y hasta el alcalde José María Sanz Noguer,
publicó un bando en el que daba instrucciones sobre el recibimiento al representante
pontificio, que llegaría en tren y al que se le tendría dispuesto un dispositivo
para recorrer en caravana el
recorrido desde la estación hasta el Seminario, donde tenía reservado su alojamiento.
Pero finalmente no asistió debido a una indisposición: «Por mis condiciones salud resentida reciente viaje, médico prohíbe
salga de Madrid», decía el telegrama enviado al prelado por la Nunciatura
el día antes de su llegada.
Desde
muchos días antes se anunciaban detalles sobre la subida a las Ermitas. El
obispo, de hecho, subió en varias ocasiones al desierto de Nuestra Señora de
Belén para supervisar los preparativos.
La
procesión del día 20 se había celebrado con normalidad, pero el cielo amenazaba
lluvia: el día 23, víspera del gran acontecimiento, llovieron 7,6 litros por
metro cuadrado y las temperaturas fueron desapacibles: máxima de 12,8 grados y
mínima de 6,2. «En el caso de que no
lloviese en todo el día de hoy no habría por qué alterar el programa en nada»,
apostillaba el periódico católico.
En
efecto, «amaneció el día tristón»,
comenzaba su crónica del día previsto. Pero «los
aparatos de lluvia no retrajeron a nadie y Córdoba se despobló». Desde muy
pronto, antes de las ocho de la mañana, empezó a llegar el pueblo fiel, que
ocupó todo el espacio disponible: «Lo que
pudiéramos llamar en este caso presbiterio –se refiere al espacio donde se
halla el altar delante del monumento– se
vio invadido prontamente de público». Había tanta gente que hubo que
recurrir a la tecnología más avanzada de la época: de Madrid se habían traído
unos equipos de megafonía –«un micrófono,
tres amplificadores y ocho altavoces dinámicos»– que permitieron que la voz
del obispo, durante la misa, llegara hasta 700 metros de su emplazamiento.
Asistieron
numerosísimas autoridades no sólo de Córdoba capital, sino de la diócesis (que
por entonces incluía Castuera, hoy de Badajoz). Al terminar la misa, el alcalde
tomó la palabra para pronunciar la consagración de la ciudad y la provincia al
Corazón de Jesús: «Concede a todos los
pueblos cordobeses –decía entre otras cosas– un gozoso y tranquilo vivir y derrama sobre ellos la gracia de tus
dones para que en su seno florezcan todas las virtudes y se afiancen sus
legítimos progresos sociales».
A
continuación habló el obispo, que comenzó vinculando la consagración al Corazón
de Jesús con el homenaje al Papa y recordando la Peregrinación Osio, que cuatro años antes, y tal día como ése, 24
de octubre, partió de Córdoba para que cientos de cordobeses rindieran homenaje
al Sumo Pontífice en la Ciudad Eterna. En su extensa intervención, el prelado
comparó el monte sobre el que se alza el monumento por una parte con el monte
Tabor, donde se manifestó la gloria de Cristo, y por otro –aludiendo a la
iluminación de que había sido dotada la estatua– con el Horeb, «aquel monte de Arabia cerca del Sinaí donde
ardía la zarza sin consumirse».
Terminada
la alocución, y con grandes dificultades debido al gentío que se había
congregado, el obispo pudo regresar a Palacio, seguido en el descenso de todos
los peregrinos que se habían desplazado hasta el eremitorio.
Arriba
quedaba, para la Córdoba de siempre, la estatua del Corazón de Jesús tallada
por Collaut Valera. Hace de esto ya 85 años.
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