Hace ya unos años, un veterano de la profesión periodística me explicaba que, para él, la situación actual del mundo en que vivimos –Occidente, para entendernos– era muy parecida a la que afectaba a Europa en los estertores del Imperio Romano. En aquel tiempo, en efecto, los bárbaros –una amenaza real y muy peligrosa, como se vio– no sólo amenazaban la fronteras del Imperio y, por ende, de la civilización, sino que poco a poco habían ido colocando sus peones en la entraña misma del mundo romano con todos los honores de la ciudadanía. Mientras tanto, la Roma decadente se entregaba a la molicie y a la vida cómoda, muy lejanos ya los tiempos austeros de la República que en vano trató de salvar el bueno de Cicerón.
Mil años después, a mediados del siglo XV,
ocurrió algo parecido en Constantinopla. Con otra oleada de bárbaros, esta vez
otomanos, a las puertas de la mítica ciudad, en su interior teólogos y
políticos debatían con intensidad la cuestión del sexo de los ángeles. Mohamed
II lo tuvo fácil, porque –son palabras de Indro Montanelli en su recordada Historia de Roma–, «los grandes imperios
no caen por la derrota ante un enemigo externo y superior, sino corroídos por
sus males internos».
Cuando mi amigo, ese veterano periodista,
me habló de este paralelismo lo tomé por exagerado. Hoy le tengo que dar la
razón. Europa trata de suicidarse a pasos agigantados a base de leyes y
costumbres que, en nombre de la dignidad y sobre todo de la igualdad, lo que
hacen es entregar sus reservas de energía moral a la vida fácil, al olvido del
esfuerzo como moneda imprescindible que tenemos que pagar si queremos adquirir
derechos y vivir una vida realmente digna y humana. Los bárbaros están ahí,
bien armados y a pocos kilómetros, y aquí les preparan el terreno
quintacolumnistas que hoy se llaman lobos solitarios. Mientras, en Europa nos
seguimos hundiendo en la decadencia y la blandura o nos enzarzamos en enconados
debates sobre el sexo de los ángeles (o haciendo referenda para pedir la
independencia, que viene a ser lo mismo).
Hace casi un siglo, en un poema memorable,
Kavafis denunciaba el recurso a los bárbaros porque ellos, a fin de cuentas, «eran
de algún modo una solución». Unas décadas después, la lucidez de Ionesco se
escandalizaba de que nadie se diera cuenta de la cantidad de ciudadanos que se estaban
convirtiendo en rinocerontes. Pero hoy nadie se preocupa de los bárbaros:
porque mientras unos se entregan vorazmente a la táctica del avestruz para
ignorarlos, otros se preparan para cuando lleguen convirtiéndose en
rinocerontes sin que sus conciudadanos se den por enterados.
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