Reconozco de entrada que no tengo la altura intelectual ni la capacidad lingüística de Irene Montero. Como carezco de esa altura y —sobre todo— de esa capacidad de usar y manejar la lengua, no he podido llegar a ser el número dos de un partido político de implantación nacional. Estoy frustrado, qué le vamos a hacer.
Quizá
ella, en su alto nivel epistemológico, tiene conocimientos del idioma que los
mortales no alcanzamos a vislumbrar, y se permite parir palabras (no sé si
tendrá valor para parir alguna vez seres humanos) como ese «portavoza» que
sigue generando estupor en quienes no caminamos por las nubes de su Matrix,
digo, de su Olimpo. Los mortales pensamos que esa palabra es una atrocidad
porque, en nuestra ignorancia, alegamos que la palabra «voz» lleva ya implícito
el género gramatical femenino sin necesidad de morfema alguno, como le ocurre a
«mesa», «pluma» o «canción» (y, en el masculino, a «coche», «brazo» o «cielo»).
Pero claro, es que los demás somos unos analfabetos y ella es una gran maestra
de la lingüística, como bien debe de saber su líder Pablo Iglesias Turón.
Pero
bueno, una vez reconocida mi inferioridad, vamos al tema. Hace pocos días, en
un escrito para el blog de mi hermandad, utilicé la palabra «cofrada» para
referirme a una mujer que pertenece a la cofradía. En menos de diez minutos
recibí dos mensajes de personas que se habían sorprendido por el uso de tal
vocablo, seguramente desconocido para ellas. Ahora voy a detallar mi explicación.
La
palabra «cofrada» existe, no la he inventado yo ni ha sido una Irene Montero de
las cofradías actuales la pionera en reivindicarla. Hay que irse un poco más
lejos: exactamente, como mínimo, a 1537. De ese año datan las reglas de la
Hermandad del Santísimo Sacramento de la antigua parroquia de la Magdalena de
Córdoba, que investigué a fondo hace más de treinta años. El capítulo tercero
de dicha regla dice literalmente lo siguiente:
«Ordenamos y tenemos por bien
que cuando se hubiere de recibir algún cofrade, no se reciba sino en uno de estos
tres cabildos arriba dichos, o en la fiesta que se hiciere en el año o cuando al
nuestro hermano mayor con sus oficiales les pareciere, entrando con su cirio como
los nuestros hermanos, y así mismo la mujer cofrada, y esto no pudiendo servir pague tres reales de excusada».
Hasta
cuatro veces aparece el vocablo en la citada regla, y ya en el apartado que
acabamos de reproducir se aprecia —por cierto— que las mujeres tenían las
mismas obligaciones que los hermanos varones.
Como
vemos la palabra «cofrada» existe desde hace más 480 años… como mínimo. Otra
cosa es si debemos considerarla gramaticalmente correcta o no. Y la respuesta
es no. El femenino «cofrada» se ha formado por analogía, sustituyendo la –e final
por una –a: es el procedimiento indebidamente usado aún hoy día, cuando en aras
de eso que llaman «visibilizar» a la mujer se cometen tropelías como hablar de
«presidenta», cuando la –e de «presidente» procede de un participio de presente
del latín que tenía la misma forma para el masculino que para el femenino. No
se hace esa barbaridad en palabras como «estudiante» o «dirigente» (que procede
de un participio de presente exactamente igual), y a nadie se le ha ocurrido
decir «estudianta» o «dirigenta»… hasta que venga otra Irene Montero u otra
Bibiana Aído (aquí la excelencia intelectual alcanza niveles galácticos; vamos,
que me he puesto de pie con veneración cuando he tecleado este eximio nombre).
Pero
«cofrada» es incorrecta por otra causa. Supongo que cualquier lector sabrá que
la palabra «cofrade», en masculino, es el resultado de unir el prefijo «co–»
(procedente de la preposición latina CUM, que significa «con» y añade el matiz
general de ‘unión’) con la raíz FRATER, que como es bien sabido significa ‘hermano’.
El problema es que el femenino de FRATER no se forma en latín sustituyendo una
terminación generalmente masculina por otra femenina, como ocurre por ejemplo
en AMICUS y AMICA (‘amigo’ y ‘amiga’ respectivamente). Como en otras palabras
de uso muy común, la diferencia entre masculino y femenino se marca no mediante
un morfema, sino a través de un cambio de lexema, de raíz: en latín ‘hermana’
se dice SOROR, de donde viene el «sor» que ponemos por delante del nombre de
una mujer cuando se hace monja. Por tanto, la forma gramatical y etimológicamente
correcta de formar el femenino de «cofrade» sería usar «*cosoror», «*cosor» o
algo así: lo que ocurre es que cuando la palabra «cofrade» se puso en marcha
(hay que situarse en la Baja Edad Media), hacía tiempo que se había olvidado
esta distinción léxica FRATER / SOROR al quedar absorbida por la distinción
«hermano»/«hermana», y este olvido es sin duda la causa de la formación analógica
de «cofrada».
Aprovechamos
para decir que el vocablo que sustituyó en la lengua habitual a FRATER procede de
otra voz latina, GERMANUS, que en principio era sólo un adjetivo que se unía a
FRATER y significaba ‘de padre y madre’, de modo que en latín se llamaba FRATRES
GERMANI (en plural) a los hermanos que compartían a ambos progenitores. La expansión
del Cristianismo y sus valores morales hizo que la inmensa mayoría de los
FRATRES fueran GERMANI, aunque seguía habiendo hijos extramatrimoniales o
prematrimoniales. Debe quedar claro también que esta voz GERMANUS no tiene nada que ver con otra palabra exactamente igual que designaba a los germanos, habitantes de un pueblo del Imperio, hoy llamado Alemania: es pura coincidencia, vamos.
Por
cierto, la actual evolución de las costumbres, con muchos hijos únicos y abundantes
divorcios y parejas con hijos de relaciones anteriores nos ha llevado a que haya
personas que tengan FRATRES pero no GERMANI.
En
resumen, «cofrada» es una palabra que existe, puede usarse y debe usarse, aunque
su formación gramatical sea inicialmente incorrecta. Y no se la tenemos que
agradecer a Irene Montero.
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