El caso es que, según supe en 2002, este movimiento había movido sus piezas para que uno de los suyos se acercara a la silla de Osio para suceder a José Antonio Infantes Florido, que dimitió por razones de edad en 1996. Al parecer, Comunión y Liberación pretendía levantar en Madrid un megacolegio que fuera algo así como el buque insignia de la institución; pero ese colegio necesitaba financiación, mil millones de pesetas se dijo entonces (seis millones de euros), y nada mejor que tener mano en la diócesis de Córdoba, donde estaba radicada Cajasur, una entidad financiera potentísima… que estaba en manos de la Iglesia, al menos aparentemente.
Javier Martínez (o Comunión y Liberación, tanto monta) pensó que desde la mitra y el báculo podría sustituir al timonel de la nave y poner en su lugar a un hombre de su confianza, del que el medio que suministró la noticia —¿les suena Religión Digital y sus «Rumores de Ángeles»?— se aventuró a decir que no era sólo un perfil, sino alguien con nombre y apellidos que, como se pueden imaginar, se tuvo que quedar en Madrid ante la negativa del poderoso timonel de Cajasur en abandonar el timón de la productiva nave financiera.
Digo esto ahora porque quizá ayude a entender lo que pasó después y empezó a suceder el mismo día de la toma de posesión de Martínez… si no antes. De hecho, el día después de la toma de posesión (que fue un sábado por la tarde), estuve con el mismísimo obispo tomando una cerveza.
¿Cómo ocurrió? Pues verán: antes del acto de toma de posesión, el director del periódico, Antonio Ramos Espejo, me había pedido que indagara por todos los medios dónde iba a pasar el nuevo obispo su primer día como tal, para hacerle un seguimiento informativo. Al final de la ceremonia, me acerqué a la nutrida procesión de sacerdotes que habían concelebrado, y pregunté a los que conocía o con los que tenía cierta amistad si sabían lo que iba a hacer el obispo al día siguiente; ninguno dijo saberlo, pero el domingo por la mañana me llamó por teléfono Francisco Muñoz Córdoba, a la sazón párroco de Nuestra Señora de Fátima, a decirme que lo había llamado el obispo, que deseaba pasar su primer domingo en una parroquia de un barrio popular, y le habían sugerido la suya. Allá que me fui, no sin antes avisar al periódico para que enviaran un fotógrafo.
Estuve en la misa y, al terminar, el párroco me invitó a sumarme, en el centro parroquial (cuya construcción, por cierto, había sido financiada por Pablo Romero Alamillo, fundador de la empresa PRASA), a la conversación y a la cerveza. Allí, apoyado en la barra, el obispo me preguntó por cosas de Córdoba (le regalé un ejemplar de mi libro Breve guía de la Semana Santa de Córdoba, publicado por… Cajasur, claro) y me tiró de la lengua sobre el tema de la caja cordobesa con esa habilidad que tienen algunos eclesiásticos para, aparentando dialogar, pasar más rato escuchando que diciendo nada que pueda comprometerlos, y tomando buena nota mental de todo lo que llegaba a sus tímpanos. Se ve que, desde el primer día, Javier Martínez quiso pulsar qué se pensaba en Córdoba de Cajasur y de Castillejo.
Un día después, una bomba colocada por terroristas de ETA en la avenida de Carlos III provocaba la muerte de un sargento del Ejército. El martes, en condiciones muy distintas, el obispo volvía a la parroquia de Fátima a presidir el funeral.
Pero no es de esto último de lo que voy a hablar ahora, sino de algunas anécdotas protagonizadas, por un lado, por el que fue nuestro obispo durante siete años que se hicieron interminables para un buen porcentaje de sacerdotes, canónigos y seglares cordobeses y, por otro, por quien durante un cuarto de siglo largo, dirigió con mano de hierro, y no siempre con guante de terciopelo, una entidad a la que los cordobeses habíamos llamado «El Monte» durante más de un siglo.
Espero que todo esto ayude a contextualizar las anécdotas que voy a relatar a continuación.
Desencuentros
Desde poco después de su llegada a nuestra diócesis, se empezó a hablar —naturalmente sotto voce— de desavenencias entre el nuevo prelado y, por un lado, su predecesor en la silla de Osio, José Antonio Infantes Florido, y por otro, Miguel Castillejo Gorraiz, canónigo penitenciario y presidente de Cajasur, un hombre que, en calidad de esto último, fue quizá el personaje más poderoso e influyente de la Córdoba de finales del siglo XX, aunque su estela declinó malgré lui en los primeros años de la actual centuria.Durante un tiempo —poco, la verdad— los protagonistas de este estado de tensión lo disimularon en público, pero pronto los acontecimientos demostraron que ni a uno ni a otro le importaba mostrar a la luz del día sus desencuentros. Entre 1997 y 1998 se vieron ya, sin cortes ni tapujos, los primeros choques de locomotoras entre los dos eclesiásticos, que alcanzarían su punto álgido en diciembre de 2002, cuando el obispo irrumpió en la enconada polémica que enfrentó durante meses a la Caja cordobesa con la Junta de Andalucía (irrupción que, por cierto, y en exacta aplicación del principio vaticano de «Promoveatur ut removeatur», le hizo ser elevado al arzobispado de Granada, donde también daría abundante y no siempre perfumado trabajo a los medios de comunicación).
Voy a contar tres de estos topetazos, todos ellos producidos entre 1997 y 1998. De los tres fui testigo muy cercano.
Mañana de Navidad
El primero de ellos tuvo lugar el día de Navidad de 1997. En febrero de ese año, Cajasur había desembarcado en el accionariado del diario Córdoba, otrora periódico del Movimiento Nacional y, desde 1983, propiedad de una empresa cercana al PSOE. Durante unos meses, hasta la llegada del Grupo Zeta —editor de la revista Interviú, con eso lo digo todo—, la caja cordobesa fue accionista mayoritaria del periódico y casi todos los días, por una causa o por otra, con razón o sin ella, una foto de Don Miguel ocupaba un espacio destacado en el periódico, con bastante frecuencia la portada.Pues bien, el día de Navidad de 1997 me dispuse, como fue habitual durante unos cuantos años, a ir a la Catedral a la Misa de Pastores, que se celebra a las doce del mediodía y suele estar ilustrada con música propia del tiempo, especialmente villancicos de Ramón Medina. Yo era colaborador del periódico desde 1987 y se hizo habitual que el día 23 de diciembre, porque el 24 no se hacía el periódico (es decir, no se publicaba el 25), alguien me llamara desde la redacción y me pidiera asistir a esa Misa, tomar algunas notas y luego, por la tarde, escribir una breve crónica del acto que se publicaría con algunas fotos del evento: era una forma de ocupar un espacio en el papel en un día en el que no solía haber noticias destacadas y había que llenar las páginas con lo que fuera.
Acudí, en efecto, al primer templo de la diócesis; como es preceptivo, la Misa estuvo presidida por el obispo, acompañado de varios canónigos. Me fijé en que, seguramente por casualidad, el que quedaba más cerca del prelado era Castillejo; el hecho me llamó la atención pero en ese momento no le di importancia; a la hora de la comunión, me acerqué al presbiterio y el sacerdote que se disponía a darme la Sagrada Forma era el famoso penitenciario. Cuando estuve delante de él, Antes de decirme las palabras rituales, «El Cuerpo de Cristo», me preguntó si había ido a la Misa como católico o como periodista. (Hago un paréntesis para aclarar que nunca he sido ni me he sentido periodista, aunque en muchas ocasiones hice funciones propias de tal, pero mucha gente que me conocía me aplicaba ese término porque ignoraba la distinción entre un periodista y un colaborador de un periódico; cierro el paréntesis). Yo le contesté que como las dos cosas, como católico y como informador, a lo que monseñor Castillejo —también cubrí los fastos de su nombramiento como Prelado de Honor de Su Santidad, que le daba derecho a este tratamiento— me dijo:
—Entonces, al acabar la Misa llégate a la sacristía, que quiero hablar contigo.
Sólo después me dio el pan transustanciado en el Cuerpo de Cristo.
Al acabar la Misa me acerqué a la sacristía, donde montaba guardia un vigilante jurado, del que no supe si era personal de la Catedral o guardaespaldas del presidente de Cajasur. Al ver que me acercaba, me preguntó amablemente qué quería. Le dije que Don Miguel me había pedido que acudiera porque quería hablar conmigo, y el vigilante me dijo que esperara. No tuve que hacerlo mucho rato, porque casi inmediatamente salió el penitenciario, y después de saludarme cariñosamente —nos conocía a mí y a mi familia desde que yo tenía diez años—, entró en materia: «Seguramente sabrás —me dijo— que la transición de los dos episcopados ha sido difícil. Y como he visto que andaba por ahí un fotógrafo del diario Córdoba y yo estaba al lado del señor obispo, te pido que no publiquéis una foto en la que salgamos los dos juntos». Y continuó: «Hoy el protagonista ha sido el señor obispo, de modo que mañana poned sólo fotos de él».
Ni que decir tiene que cuando, esa misma tarde, llegué a la redacción del periódico y comuniqué a los redactores y fotógrafos la petición de Don Miguel, todos a una dijeron aquello de «¡A la orden!»; en efecto, en la edición del diario Córdoba del 26 de diciembre de 1997 no apareció una foto de Don Miguel Castillejo.
Reabre San Pedro
En marzo de 1998 se reabrió al culto la Parroquia de San Pedro, que había permanecido cerrada desde mayo de 1985. A la actuación para preservar la infraestructura del histórico templo se unió un expolio sin igual de gran parte de su riquísimo patrimonio histórico, artístico y litúrgico, del que ya he escrito en otro lugar.Después de una interrupción de casi diez años, las obras que finalmente permitieron la recuperación de esta iglesia fernandina terminaron a principios de 1998. Habían sido financiadas mediante un convenio firmado en 1996 por el Obispado, el Cabildo Catedral, Cajasur y la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía.
Recuerdo la emoción que sentí al entrar en San Pedro el día de su reinauguración. No había entrado desde octubre de 1994, y aunque lo que vi no me gustó —el ya citado expolio y algunos cambios decorativos—, me alegré de que por fin la que desde mi infancia había sido mi parroquia pudiera volver a abrir sus puertas. Me senté en una banca de las primeras filas y vi llegar al obispo, hablando con Don Miguel, que accedieron al presbiterio por el pasillo central. Allí, a muy poca distancia de mí, estaba Francisco González, redactor gráfico del diario Córdoba que, agachado, se puso a hacer fotos en contrapicado de los dos eclesiásticos. Pero, al verlo, el obispo se puso como un basilisco y, olvidando quién era y dónde se encontraba —una iglesia consagrada—, se dirigió a grandes voces al fotógrafo diciéndole que no quería que le hicieran fotos… al lado de Don Miguel, a lo que González, con educación y delicadeza, dijo simplemente que él era un profesional, y que si estaba allí era porque se trataba de un acto público al que el medio que representaba había sido oficialmente convocado.
Esta vez había sido Javier Martínez el que no quería verse al lado… de la persona con la que estaba hablando en el momento en que le hicieron la foto.
Un día después, el periódico publicó la instantánea que el fotógrafo había obtenido apretando el obturador unos segundos antes del chaparrón verbal y episcopal que le cayó encima.
Congreso trinitario
El tercero y último de los tres desencuentros que voy a presentar tuvo un carácter más sibilino, y demuestra el carácter tan eclesiástico —en el peor sentido de esta palabra— de ambos personajes.En la primavera de 1999 hubo en Córdoba un congreso, que conmemoraba el VIII centenario de la fundación de la Orden Trinitaria por San Juan de Mata y San Félix de Valois y el IV centenario de su reforma por San Juan Bautista de la Concepción. El congreso, como tantos por aquella época, fue financiado por Cajasur y las sesiones tuvieron lugar en el ya desaparecido Centro Cultural Cajasur, sito en la calle Reyes Católicos. La organización corrió a cargo del trinitario Isidro Hernández.
Unos días antes, el diario Córdoba publicó, en las páginas centrales de su suplemento dominical, un amplio reportaje del que fui autor sobre los trinitarios y su labor evangelizadora en España y América; la preparación del reportaje me permitió entablar amistad con el padre Isidro, que mientras hablábamos para el me pidió que hiciera yo la presentación, en la primera sesión del congreso, de Miguel Castillejo, que sería el primero de sus ponentes.
La sesión inaugural fue presidida por el arzobispo de Sevilla, Fray Carlos Amigo Vallejo, que ocupó el centro de la mesa presidencial con el conocido canónigo penitenciario a su lado. En cambio, la sesión de clausura correspondió al obispo de Córdoba, Javier Martínez: pero en esa ocasión, Castillejo no apareció a su lado en la mesa presidencial. Lo que ocurrió fue lo siguiente: ante el retraso del obispo en llegar al acto, éste dio comienzo con la presidencia de Don Miguel, que pronunció unas breves palabras protocolarias antes de comunicar al auditorio que se bajaría a la primera fila de los asientos porque tenía que salir pronto hacia Madrid. Cuando llegó el obispo, el presidente de Cajasur ya estaba abajo, y abandonó la sala antes del final del acto. A mí me resultó llamativo este comportamiento, y la clave me la dio unos días después el padre Isidro, durante un viaje que hicimos al santuario de la Virgen de la Cabeza de Andújar: «Esa situación —me dijo— estaba pactada de antemano». En efecto, con la mediación de Isidro, que veía natural que el prelado presidiera la sesión, llegaron al acuerdo de simular un viaje urgente de Don Miguel con tal de no volver a comparecer juntos ante las cámaras de los fotógrafos.
Como se ve, los tres episodios no dejan de ser meras anécdotas provincianas sin más importancia, pero son sin duda síntomas de una situación que estallaría unos años después y acabaría, para tranquilidad de los cordobeses, con el traslado de Martínez a Granada, en 2003, y con la diplomática defenestración de Castillejo un año más tarde. Pero eso es ya otra historia.