domingo, 25 de septiembre de 2016

El hábito no hace al monje... o sí

Hace ya muchos años, exactamente en enero de 1981, asistí en el Instituto Luis de Góngora, donde ejercía de profesor de forma provisional, a una conferencia del recordado psiquiatra Carlos Castilla del Pino. El título de su intervención era más o menos Don Quijote y la lógica del personaje. Poco después, vi que lo que nos había dicho don Carlos era más o menos una síntesis de un ensayo del mismo o parecido título que había publicado por esas fechas en la guadianesca Revista de Occidente en una de sus apariciones.

Siempre he recordado la tesis central de la conferencia: que don Quijote, con independencia de que estuviera loco o no, se convirtió inmediatamente, tras su primera salida, en esclavo de sí mismo,  o mejor dicho, en esclavo de la imagen de sí mismo que él se forjó cuando decidió vestirse con una bacia de barbero como yelmo, una desvencijada armadura como parapeto, un escuálido rocín como cabalgadura y un lenguaje arcaizante ya en su tiempo como modo de expresión. Y Castilla del Pino lo que afirmaba era que no sólo el personaje de Cervantes sufría esa dependencia, de la que ya no se podía librar, sino que todos nosotros, cada uno a su manera y en el grado pertinente, éramos también esclavos de los que habíamos ido forjando sobre nosotros mismos a lo largo de nuestra vida; Castilla ponía el ejemplo del pintor Salvador Dalí, por entonces vivito y coleando (murió en 1989), del que dijo que llevaba ya muchos años sin poder (no sabemos si también sin querer) deshacerse de esa imagen a que nos tenía acostumbrados: ya sabemos, bigote engominado, vestimentas extravagantes, lenguaje inconfundible, etc.
He pensado mucho desde entonces en esta dependencia que tenemos de la autoimagen que nos hemos forjado, y así he sido testigo de la sorpresa de, por ejemplo, algunos alumnos míos cuando me han visto por la calle en verano con pantalón corto, lo cual rompía totalmente la imagen que tenían de mí durante el curso, porque yo mismo les decía que era incapaz de dar clase con pantalones cortos o vaqueros (lo cual es cierto, nunca fui a clase vestido de esa forma).

Si alguien tan insignificante como yo he creado mi propia imagen, a una escala ínfima, imaginémonos lo que les puede ocurrir a los personajes importantes de nuestra sociedad. Porque, aunque esté harto de oír decir a esas personas importantes (de la política, la cultura o la Iglesia) que lo importante son los contenidos, el alma, el espíritu o como se le quiera llamar, lo cierto es que esas mismas personas son muy cuidadosas de su aspecto externo: no me imagino, por ejemplo, un pontifical con el obispo oficiante vestido con bermudas y sin la preceptiva alba, casulla y demás... y eso que la Iglesia Católica, sobre todo a raíz del malhadado Concilio Vaticano II, entró en una fase de desprecio a las formas y descafeinamiento de su propia liturgia de la que aún no nos hemos recuperado. Tampoco veo a un rector de Universidad presidir una investidura honoris causa luciendo una gorra del Manchester United en vez del obligatorio birrete. La imagen externa es una exigencia del puesto que se ocupa en la sociedad, y la persona individual que ocupa dicho puesto no es libre -salvo extravagancia- de modificar ese aspecto visible.

Lo que acabo de decir sólo parece haber encontrado una excepción, más aparente de lo que en un principio se pudiera pensar, en el campo de la política. En efecto, la irrupción en España de la izquierda radical representada por Podemos y en Grecia por Syriza ha puesto en las portadas a una serie de personajes que, con independencia de su ideología, y casi siempre en contradicción abierta con ella, son esclavos de la imagen que se han forjado: Tsipras nunca viste corbata, por ejemplo, y su homólogo en nuestro país, Pablo Iglesias, es sin duda alguna el político español más pendiente de su apariencia pública, aunque sus intereses y su estrategia pasen precisamente por afirmar lo contrario. Estoy absolutamente seguro de que cada mañana, al vestirse, Mariano Rajoy pasa menos tiempo ante el espejo que el líder de Podemos: éste se ha forjado una imagen política muy rígida de sí mismo, sin duda más rígida que la de los líderes conservadores o socialistas, la ha rentabilizado (también económicamente) y ya es tan esclavo de ella que si un día le diera por vestir un traje de chaqueta y corbata, aunque fuera más barato que sus camisas sin cuello y sus vaqueros (lo cual no es difícil), si un día decidiera cortarse el pelo y deshacerse de su coleta (o simplemente dejara de sujetarse ésta con la goma que se la recoge), muchos de sus seguidores verían ese cambio externo poco menos que como el símbolo de una traición a sus principios. Es más, yo creo que usa ese aspecto externo para ofender (pretendidamente) al sistema social y político que su formación quiere sustituir: por eso lleva siempre ese aspecto descuidado a sus audiencias con el Rey; sin embargo, viste de esmóquin en la gala de los Goya porque allí quiere rendir servidumbre a los profesionales de la farándula que tan prolijamente repiten los mantras de la izquierda cada vez que tienen ocasión (sobre todo si la izquierda no gobierna).

Lo que afirmo de Pablo Iglesias es predicable al cien por cien de muchos políticos, sobre todo -pero no de forma exclusiva-de los que van de progresistas: ¿alguien se imaginan a Juan Manuel Sánchez Gordillo con aspecto aseado, sin barba y peinado (aunque sea someramente)? ¿o a Arnadlo Otegi con el pelo largo o con barba? ¿o a Soraya Sáenz de Santamaría con un flequillo lacio al estilo de las líderes de Bildu o la CUP?

Los que dicen representar lo que llaman la nueva política quieren visualizar ese cambio en su aspecto exterior, y hacen de éste un componente tan rígido de su política que para ellos un cambio de imagen o vestimenta sería como si se derrumbara un edificio ideológico que ellos consideran sólido y coherente.

Pero no sólo en la política. Somos tan esclavos de la apariencia externa que dedicamos más tiempo a mirar la de los demás que se gastan centenares de gigas, por no decir miles, a comentar en las redes sociales el último corte de pelo de Sergio Ramos, el teñido de la cabellera de Leo Messi o el más reciente tatuaje de cualquier futbolista de Primera División.

Esta dependencia que yo considero enfermiza del aspecto externo es reciente: hace veinte años a ningún político se le ocurría ir con vaqueros a los plenos del Parlamento (Santiago Carrillo fue siempre impecablemente trajead0, y no era menos comunista que Sánchez Gordillo o Iglesias), eran escasísimos los deportistas que tenían obsesión por su cabello y ninguno lucía tatuajes aparatosos en sus brazos o en sus hombros.

Y ahora, a lo que voy: es paradójico que los mismos que desprecian la importancia de lo externo estén a veces más pendientes de su propio aspecto visible que las personas o ideologías que ellos critican. Porque, si el hábito no hiciera al monje, Pablo Iglesias podría ir al Parlamento con un traje de Armani y Rajoy responder a las bravatas del podemita con una camiseta del Deportivo de la Coruña. Y ni una cosa ni otra parecen posibles a corto o medio plazo.

En conclusión, el hábito sí hace al monje, sobre todo en el caso de los monjes que dicen que no les importa el hábito.