miércoles, 22 de junio de 2016

El espíritu del Séneca, cincuenta años después


«El espíritu del Séneca, cincuenta años después»
Antonio Varo Pineda
(Palabras pronunciadas en el acto de clausura del 5o aniversario del traslado del IES Séneca de Córdoba, en presencia de la Consejera de Educación de la Junta de Andalucía, Excma. Sra. Dª Adelaida de la Calle Martín, y del director del IES Séneca, Ilmo. Sr. D. José Luna Jurado)

Excelentísima señora consejera, dignísimas autoridades, compañeros de Claustro y amigos, alumnos y antiguos alumnos, señoras y señores:

Quienes entre estos muros, sobre todo en estas aulas y pasillos, hemos pasado años decisivos de nuestra vida, ya sea en el período de formación como alumnos o en nuestra dedicación como docentes, solemos hablar, medio en broma medio en serio, de lo que llamamos «el espíritu del Séneca». Y es que estos muros, aunque sólo tienen 50 años, albergan un tesoro cultural y educativo del que sólo unos pocos institutos españoles pueden jactarse. Y siempre que hemos vivido jornadas importantes de celebración festiva, de trabajo intenso o de reconocimiento público, siempre que los miembros de la comunidad educativa hemos hecho piña para afrontar un proyecto ilusionante, hemos invocado a este espíritu benévolo, que sin duda debe de estar revoloteando satisfecho por este salón de actos.
«Todo pasa y todo queda». Bien vienen siempre los versos de don Antonio Machado ‒catedrático de Instituto, por cierto, una categoría profesional desaparecida en la práctica‒ para emprender la andadura de estas palabras que sólo quieren ser una modesta reflexión al hilo de los 50 años que el Instituto Séneca ha cumplido en el edificio que ahora nos acoge.
«Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar», sigue diciendo el poeta. Lo nuestro es pasar por donde antes han pasado otros, y lo nuestro es que dejemos el relevo a quienes nos reemplacen cuando haya terminado nuestra etapa. Pero no sólo pasamos, porque en toda actividad humana hay siempre algo que queda: el caminante pisa una sola vez cada tramo del camino, pero si su andadura es pausada y consciente quedará sobre la tierra una huella que, al menos durante un tiempo, dejará constancia de que por allí transitó un ser humano con su carga de sueños, esperanzas y alegrías, y también de decepciones, tristezas y amarguras. Porque de eso se trata: de dejar huella, de que el camino de la vida, en el tramo en que nos haya sido dado recorrerlo, se encuentre continuamente enriquecido con las pisadas de quienes han pasado por él. Y no se trata ya, en el caso del Instituto Séneca, de buscar un reconocimiento institucional, aunque de vez en cuando ‒raramente, la verdad‒ éste se produzca: lo digo porque en calles o instituciones de Córdoba encontramos algún que otro nombre de personas que ejercieron la docencia en este centro, como Luis María Ramírez de las Casas-Deza, Rafael Vázquez Aroca, José María Rey Díaz, Ricardo Molina o Luisa Revuelta, por poner sólo ejemplos destacados. Porque, aunque a veces ‒pocas veces, repito‒ se produzca un reconocimiento oficial, éste no debe ser el objetivo de nuestro trabajo, ya que la verdadera huella, la más valiosa impronta que podemos dejar es la de la satisfacción del deber cumplido y la contemplación, pasado el tiempo, de cómo los alumnos que pasaron por nuestras aulas se han abierto su propia ruta en los senderos de la vida, y cómo a veces volvemos a coincidir con ellos en un plano de igualdad, quizá también como compañeros docentes.
Todos los que estamos aquí hemos llegado al Séneca en un momento de nuestras vidas, unas veces para formarnos como alumnos y otras para ponernos delante de la pizarra y transmitir la ciencia a los discentes. Algunos, incluso han podido ‒hemos podido, gracias a Dios‒ trabajar en estas aulas desde los dos lados de la tarima, y creedme que es una satisfacción buscar a veces, en las miradas luminosas e inocentes de nuestros alumnos, algún reflejo de las miradas luminosas e inocentes que, sin duda alguna, también pusimos nosotros alguna vez en las explicaciones del profesor.
En este medio siglo hemos pasado del Plan de Bachillerato de 1957, que regía en 1966, a los primeros pasos de la Lomce, pasando ‒por citar sólo las líneas generales‒ por la Ley General de Educación de 1970 y la Logse de 1990. En el día a día del Instituto, y en paralelo a estos cambios en la regulación, hemos visto también el paso del meyba azul marino al chándal de diseño, el cambio de la tiza por la veleda, la sustitución de la goma de borrar por el típex, el tránsito de la necesidad indiscutida de repetir si había más de dos suspensas al aprobado «por imperativo legal», la evolución desde el proyector de diapositivas (o del retroproyector, o del proyector de opacos) a la pizarra electrónica, el trueque de la «falta de orden» por el parte de apercibimiento, la caída en el olvido de la regla de cálculo, sustituida primero por la calculadora y después por el ordenador, el progreso desde las modestas excursiones pedestres al santuario de Linares a los intercambios internacionales institucionalizados… y la conversión de las gamberradas de toda la vida en los «comportamientos disruptivos» contemporáneos.
No disponemos de cifras exactas, pero no nos equivocaremos demasiado si decimos que en estos 50 años han pasado por aquí un millar aproximado de profesores y bastante más de 10.000 alumnos, muchos de los cuales ocupan hoy lugares de responsabilidad en ámbitos tan variados la medicina, la educación, el periodismo, la empresa, el derecho, la política, la milicia, la administración o la Iglesia. Ellos han sido la razón de ser de todos los trabajos que aquí se han llevado a cabo, y ellos han llevado a sus tareas profesionales, posiblemente sin saberlo, el tono alegre, laborioso y tolerante del «espíritu del Séneca».
Pero, con permiso del poeta Jorge Manrique, hay que matizar muy mucho eso de que «cualquier tiempo pasado / fue mejor». Por supuesto el pasado tampoco es peor por el mero hecho de ser pasado: cada tiempo tiene sus luces y sus sombras, sombras y luces que a veces no se ven en la inmediatez que nos deslumbra, y hay que esperar a que nos alejemos de los focos de la cercanía para ver con nitidez el lugar en que estuvimos.
Porque en este medio siglo hemos visto muchas luces: el crecimiento exponencial de la población escolarizada, la ampliación y universalización de la enseñanza obligatoria, la gratuidad de dicha enseñanza, la generalización de la enseñanza mixta en todos los centros públicos y concertados, la incorporación de las nuevas tecnologías, la apertura a Europa en programas como Comenius o la participación de todos los componentes de la comunidad educativa (profesores, padres, alumnos y personal de administración y servicios) en órganos oficiales para la toma de decisiones.
Pero ha habido también sombras, y no podemos ni queremos negarlo, porque sombras son sin duda la reducción paulatina, pero imparable, de horas lectivas en asignaturas como la Lengua Española, el arrinconamiento de los estudios humanísticos que deja como residuales materias tan básicas como el Latín o la Filosofía, o ‒lo que es aún más preocupante‒ el descenso vertiginoso de la consideración social de la figura del profesor, la pérdida de la autoridad del docente y el incremento desmesurado, sobre todo en los últimos años, de las tareas administrativas y burocráticas que enmarañan el verdadero y principal trabajo del profesorado. 
Precisamente para contemplar, con cariño y con ternura, pero también con rigor inteligente y con sentido crítico, los 50 años de luces y sombras transcurridos en este edificio, se han celebrado las actividades especiales que han jalo-nado este curso y parte del anterior. Hemos tenido presentaciones de libros, exposiciones de material histórico del centro ‒ya sea fotográfico, documental, didáctico, bibliográfico o administrativo‒, convivencia con antiguos alumnos, reconocimiento a profesores veteranos, conferencias de alto nivel científico pronunciadas por destacados especialistas, visitas de personas relacionadas con la historia del instituto, acuerdos de claustro para revocar decisiones adoptadas en tiempos convulsos por nuestros predecesores, actividades musicales y festivas… todo ello, entreverado con naturalidad con el día a día de las clases, las evaluaciones, las actividades vinculadas a celebraciones institucionales, los viajes de estudios y un largo etcétera del que toda la comunidad educativa ha sido a la vez protagonista y testigo.
Con estos actos, que hoy cerramos, hemos querido mirar atrás para reconocernos, y también ver muy claro el presente en que vivimos para impulsar el camino hacia el futuro, dejando en manos de las nuevas generaciones la prosecución de una labor, la educación, que tiene horizontes pero no límites, porque es precisamente la educación, el amor al saber, la formación en la autoexigencia y la preparación para el trabajo y la convivencia armónica lo que define lo mejor del ser humano. De todo eso sabe mucho el «espíritu del Séneca» del que venimos hablando, y es algo cuya transmisión tenemos a gala quienes trabajamos como docentes en esta casa.
En el emblema de las Facultades de Filosofía y Letras, como la que acogió a quien les habla cuando cursó sus estudios, se puede ver una antorcha encendida que se cruza con una columna estriada rota: la columna representa el pasado y la antorcha la pervivencia de su legado y la entrega a los que vienen camino del futuro. Quizá no haya una alegoría más bella de lo que es la educación, sobre todo en la etapa maravillosa de la adolescencia a la que dedicamos nuestros afanes.
Con el cuidado escrupuloso que merece nuestra historia y nuestro patrimonio, con todo lo que constituye la esencia de este centro, entregamos con alegría la antorcha encendida del saber a quienes vienen llenos de energía y de esperanza para proseguir en la nobilísima tarea de la educación en el Instituto Séneca de Córdoba.
Muchas gracias.