lunes, 24 de febrero de 2014

Un recuerdo a Casa Ogallas

Siempre que paso por el Jardín del Alpargate, al que sigo llamando en mi interior Plaza del Corazón de María, me sigo sorprendiendo de que no exista ya el bar Casa Ogallas.

Allí pasé algunos ratos excelentes con mis padres cuando era niño, con mi novia cuando empezaba a salir con ella y, en alguna ocasión, con amigos que vivieran por allí o que tuvieran alguna relación con la hermandad del Cristo de Gracia.

Sé que Casa Ogallas ya no existe, que desapareció hace varias décadas y que, durante un tiempo, un establecimiento con el mismo nombre tuvo sus puertas abiertas a poca distancia de él. Pero a este segundo y apócrifo Casa Ogallas no llegué a entrar. Me hubiera parecido un sacrilegio.

Cuando yo lo conocí, a mediados de los años sesenta, era un bar con mucho espacio, mesas de formica, azulejos en las paredes y un armario frigorífico de los que por entonces empezaron a generalizarse. Cuando llegaba, casi ni tenía que pedir mi consumición: un camarero mayor, con gafas y una camisa blanca de manga larga –creo de las que se llamaban «cubana»− se me acercaba y casi leía en mis labios lo que quería: que era, naturalmente, una caña de cerveza y una tapa de callos.

Mi madre me contó que ella también hizo su descubrimiento del bar cuando andaba de novia con mi padre. Por lo que me explicó, un domingo en que las disponibilidades económicas de mi padre se lo permitieron, le dijo que la iba a invitar a una tapa de los mejores callos de Córdoba. «No me gustan los callos», respondió la que andando el tiempo sería mi progenitora. «Pues te tomas otra cosa», le replicó su prometido.

Mi padre pidió su cerveza –una de esas botellas de El Águila de color ámbar oscuro, con el águila estampada en blanco− y una tapa de callos. Mi madre, otra consumición diferente. Una vez servida las tapas –en esas barquetas de aluminio que algunos recordarán−, mi padre le ofreció una «muestra» de los callos a mi madre. Y ella tuvo que rendirse a la evidencia: sus prejuicios contra los callos se acabaron y, cada vez que había ocasión, le pedía a mi padre que volviera a invitarla en el mismo sitio, por supuesto a callos y sólo a callos.
Cuando yo empecé a salir con la que hoy es mi esposa, la llevé también una vez a Casa Ogallas. Y, al igual que había hecho mi madre casi tres décadas antes, también se quedó prendada de esos callos. Muchas veces, de novios y de casados, me pidió expresamente que la llevara a Casa Ogallas a tomar los callos.

Recuerdo también una anécdota relacionada con este bar, que demuestra que no era yo ni eran los miembros de mi familia los únicos enamorados de aquellos callos. Fue el Domingo de Ramos de 1976. Yo acababa de ver la recogida de la hermandad de la Oración en el Huerto tras su regreso a la Semana Santa. Iba con Rafael Zafra y con José Roldán, presidente y directivo –a la sazón− de la Agrupación de Cofradías. Subíamos por la Cuesta de Luján, ya vacía, para regresar a nuestros domicilios. Rafael Zafra dijo que tenía hambre. Pepe Roldán, con el buen humor y la campechanía que lo caracterizan, dijo abiertamente: «Yo también tengo hambre. ¡Ahora mismo me comería la olla entera de callos de Casa Ogallas con un pan abogado!».

La memoria está hecha de momentos, de imágenes y de sensaciones. Ya lo dijo Proust con su conocidísimo ejemplo de la magdalena en la taza de té. Pues para mí, que no soy parisino ni tengo la fina sensibilidad ni mucho menos la pluma meticulosa del autor de En busca del tiempo perdido, el color inconfundible, la textura cremosa, el aroma incomparable y el sabor único de los callos de Casa Ogallas forman, sin duda, parte de mi más querida memoria personal y sensitiva, y ese color, esa textura, ese aroma y ese sabor me siguen llegando todavía a los ojos, la lengua, la pituitaria y el paladar –y también el alma− más allá del tiempo, con la conciencia segura de que esas sensaciones no volveré a sentirlas nunca más en el mundo material.

No sé exactamente cuándo cerró el establecimiento, del que lamento no tener fotografías. Supongo que sirvió la última tapa de callos a mediados de los ochenta del siglo pasado. Pero siempre que paso por el Jardín del Alpargate, que ahora se llama Plaza del Cristo de Gracia, me sigo sorprendiendo de que no exista ya el bar Casa Ogallas.