martes, 19 de marzo de 2013

A vueltas con el Papa y el «talante»

Hace apenas una semana de la proclamación del Papa Francisco y ya están algunos medios de comunicación y muchos ignorantes enemigos de la Iglesia –que a veces son los mismos− proclamando el más mínimo gesto del nuevo Pontífice poco menos que como el alba de una revolución en la Iglesia, como si de aquí a cinco años en ésta no fuera a quedar títere con cabeza.

Se celebra, por ejemplo, como un hecho sin precedentes que el Papa abonara la factura de la que fue su residencia romana hasta el Cónclave, como si los cardenales Wojtyla o Ratzinger, antes de ser Juan Pablo II o Benedicto XVI respectivamente, hubieran dejado de pagarlas sólo por el hecho de alcanzar la silla de Pedro. La única diferencia con el caso actual estriba en que los predecesores de Francisco no lo hicieron en persona o, sencillamente, lo hicieron sin fotógrafos delante, pero eso no lo han dicho porque no conviene.

Cuando, como en este caso, hay un cambio en alguna autoridad de cualquier ámbito que tenga repercusión mediática, se mira con microscopio electrónico de barrido hasta la más mínima ocasión, y por ejemplo ahora han usado el zoom de largo alcance para tomar un primer plano de los zapatos del pontífice, o magnifican cualquier rictus de la cara o movimiento de las manos para augurar una nueva era en la historia de la Humanidad, −en este caso de la Iglesia− como si lo que ha pasado hasta hace siete días hubiera sido el caos o una sucursal del infierno en este mundo.

Qué quieren que les diga, me pone nervioso que tanto se hable el nuevo «talante» −aunque ahora se ahorren la dichosa palabrita, desprestigiada por quienes ustedes saben− en quien acaba de llegar a un puesto de responsabilidad; los españoles hemos tenido que soportar durante ocho años el celebrado «talante» de un personaje que fue adulado hasta la extenuación cuando llegó al Gobierno. Pero me queda, por otro lado, la tranquilidad de que esos medios de comunicación y eso ignorantes enemigos de la Iglesia –que a veces son los mismos−, se van a quedar muy pronto con tres cuartos de narices, lo que va a ocurrir en cuanto el nuevo Papa eche a andar en forma de encíclicas, mensajes y gestos más importantes que el color de los zapatos o el metal del que está hecho su cruz pectoral.

Los que hoy alaban la sencillez de dicha cruz, magnifican hasta la saciedad los zapatos negros y ensalzan la virtud de la humildad de Francisco –como si Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II o Benedicto XVI hubieran pecado permanentemente de soberbia−, son los mismos que hasta hace una semana hablaban poco menos que de cuchilladas entre cardenales, de grupos de presión y de poder, de bandos entre los purpurados y de tensiones entre una Curia, siempre diabólica y malintencionada, y unos ángeles del cielo que viven necesariamente fuera de la vieja Europa. Para ellos, parece que ahora, como por arte de magia –ya que no creen en el Espíritu Santo− han desaparecido las tensiones, las cuchilladas, las presiones y los bandos vaticanos, deslumbrados como están por el hecho de que un argentino haya calzado las Sandalias del Pescador.

Yo siempre he creído, y ahora también, que el Papa –cualquier Papa− es elegido por el Cónclave de cardenales con la ayuda del Espíritu Santo, pero creo también que no ha habido ni más ni menos ayuda del Paráclito en el caso del primer Francisco que en el de, por ejemplo, el duodécimo de los Píos. Me sorprende y me escandaliza que haya quienes, incluso dentro de la Iglesia, vean o no la labor del Espíritu Santo en función tan sólo de sus gustos, preferencias y simpatías. Es el mismo caso del juicio histórico a los concilios: para estos eclesiólogos de salón, el Espíritu Santo se derramó con pródiga generosidad en el Concilio Vaticano II –en la interpretación particular que ellos le dan al mismo, para ser exactos−, como si el mismo Espíritu hubiera estado de vacaciones durante el Concilio de Trento o el Vaticano I, por poner los dos ejemplos más inmediatos, aunque se hallen separados por unos cuantos siglos.

A mí me da la impresión de que muchos que ahora aplauden al Papa se van  llevar un chasco de cuidado la primera vez que el Papa venido de Argentina (que al ser Papa, por si alguien no lo sabe, pierde su nacionalidad de origen y es sólo ciudadano del Vaticano) hable sin el más mínimo resquicio de duda del aborto como un crimen abominable, de que la Iglesia sólo puede sobrevivir unida a Dios y desde la potestad espiritual de Pedro, de que la doctrina social de la Iglesia no es un programa político de ningún color, de que el único matrimonio válido y real es el que se establece entre un hombre y una mujer, de que los sacramentos van a seguir siendo siete y de que la oración no es un pasatiempo de desocupados sino el agua que riega las flores y hace brotar los frutos en el jardín de la Iglesia.

Que nadie espere que Francisco dé por bueno ni el capitalismo salvaje ni el socialismo deshumanizado y antirreligioso; que nadie espere que acceda a la ordenación sacerdotal de las mujeres; que nadie espere que suspenda la obligación de todos los católicos de cumplir el precepto dominical; que nadie espere que relaje las normas de la liturgia y permita, por ejemplo, que las misas sean poco más que asambleas de feligreses alrededor de una mesa con fiambreras; que nadie espere que, en aras de un mal entendido ecumenismo o para no «molestar» a otras confesiones, cristianas o no, ordene que los misioneros dejen de extender el Evangelio en cualquier lugar del mundo o relegue al olvido la figura y el culto de la Virgen María. Que nadie espere, en suma, que la cacareada y por algunos deseada «apertura» de la Iglesia al mundo consista en claudicar de sus principios dogmáticos y morales –inamovibles por definición− para facilitar las cosas a quienes viven cómodamente fuera de la Iglesia (aparte de que la experiencia nos dice que la «apertura» de puertas en la Iglesia que siguió a las primeras interpretaciones del Vaticano II sirvió más para que muchos salieran que para que pocos entraran, si es que alguno entró).

Que se vayan olvidando de todo esto, porque ninguno de esos supuestos se va a producir.

Sin duda alguna, Francisco pondrá su impronta personal en el Papado, de eso no me cabe la menor dura, pero por una sencilla razón: porque todos los Papas han dejado también su huella personal, porque todos –como personas que son− han sido únicos e irrepetibles: hasta donde yo sé, el carácter de San Pío X tuvo poco que ver con el de Pablo VI, el de San Pío V con el de Juan XXIII y el de Juan Pablo II con el de León XIII. Todos ellos, sin embargo, fueron grandes Papas, hombres de Dios que sirvieron a la Iglesia y al mundo de su tiempo exactamente como debían ser servidos.

Rezo por el Papa Francisco para que Dios le ayude –lo hará sin duda− en su ejercicio del ministerio petrino. Y rezo también para que salgan de su error quienes, apenas una semana después de su elección, proclaman ya a voz en grito que la Historia de la Iglesia se divide en dos partes, la primera de las cuales terminó con la renuncia de Benedicto XVI.

Córdoba, 19 de marzo de 2013