martes, 31 de julio de 2012

Una JMJ "avant la lettre"

Los días 28 y 29 de agosto de 1948 se congregaron en Santiago de Compostela varios miles de jóvenes de toda España  y de varios países extranjeros en una peregrinación organizada por la Juventud de Acción Católica con motivo del Año Santo Jacobeo que se celebraba esos doce meses. En su edición de aquellos días, ABC cifraba en 75.000 los peregrinos, de los que 15.000 eran españoles, y el resto procedían de 29 países diferentes.

Mi padre, Francisco Varo Lucena, participó en esa peregrinación, y las líneas que siguen se hilvanarán a partir de los recuerdos que me quedan de lo que él me contó.

Había cumplido 20 años unos meses antes, concretamente el 23 de mayo. Y también un poco tiempo antes, por Semana Santa, se había comprometido formalmente con una preciosa chica, Ángela Pineda Fernández, con la que se casó en 1954 y de cuya unión nací yo en 1956.

Eran tiempos difíciles, muy difíciles. Las cartillas de racionamiento formaban todavía parte de la vida cotidiana de los españoles, y seguirían formándola unos años más; la libertad política era una entelequia y al autarquía impuesta por el aislamiento en que quedó España tras la Segunda Guerra Mundial obligaba a casi todos los españoles a ingeniárselas continuamente para encontrar algo de comer. 


Mi padre (con un libro en las manos),  junto a su maestro y otro alumno, posiblemente el que, de sobrevivir, hubiera sido mi tío José (fallecido en 1940). La foto debe de ser de hacia 1936.

Por esas mismas dificultades, mi padre había empezado a trabajar en 1940, cuando tenía sólo doce años. Su hermano José había muerto de tifus unos meses antes a los dieciséis años de edad, y su maestro,  don Rafael Suárez-Varela, vio que era un chico despierto y bien dotado para la aritmética, pero supo, porque conocía las condiciones económicas en que vivían mis abuelos, que no podría estudiar el Bachillerato; por eso mismo fue un día a hablar con mi abuelo, José Varo Requena, a pedirle que "Paquito" empezara a trabajar con él, ya que Suárez-Varela, además de maestro -"con el número 1 del escalafón en Córdoba", repetía mi padre- era el habilitado que recibía cada mes, en efectivo, las pagas de todos los maestros de la provincia, a los que tenía que hacérselas llegar. El trabajo de mi padre consistiría en ir a Correos todos los meses a enviar a los maestros de la provincia, por giros postales individualizados, sus sueldos correspondientes; en cuanto a los de la capital, tendría que llevárselos en mano a sus colegios, de acuerdo con un itinerario establecido. Mi padre me contaba que él, con su inocente picaresca infantil, no hacía el recorrido mensual que su "jefe" -su maestro- le marcaba, sino que empezaba siempre el reparto por los maestros que le dejaban a él mejor propina.

En 1948, cuando tuvo lugar la peregrinación, ya no trabajaba mi padre con don Rafael, sino que estaba de contable en las desparecidas Bodegas La Fuensanta, que ocupaban el edificio que hoy alberga el Colegio Público Caballeros de Santiago y cuyo gerente era Francisco Melguizo Fernández. Y seguramente aprovechando las vacaciones de ese trabajo se sumó a la peregrinación a Santiago. Se integró en el grupo organizado por la sección masculina de los Jóvenes de Acción Católica de la parroquia de San Pedro, que junto a otros grupos de otras parroquias y pueblos de la diócesis se dirigieron a la tumba del Apóstol para ganar el Jubileo.

Evidentemente los transportes no eran como ahora. El viaje de ida supuso tres días de trayecto, y otros tantos el de vuelta, a los que hay que sumar la estancia de dos días en Santiago.

Antes de salir, tuvo lugar una misa de despedida en la parroquia de San Pedro, a la que asistieron los jóvenes peregrinos y sus familias. La primera etapa los llevó de Córdoba a Madrid, en un tren nocturno que tardó algo más de ocho horas en cubrir su recorrido. En la capital de España los jóvenes fueron recogidos para ser llevados a Santiago en camiones: nada de autobuses ni autocares, sino camiones de transporte en cuya caja descubierta, donde iban habitualmente las mercancías, se habían fijado unos bancos corridos de madera, sin respaldo, en los que se sentaron los viajeros. A nuestra comodidad de hoy le cuesta imaginarse un viaje en esas condiciones, bajo el sol de agosto, sobre carreteras que desde luego no eran de asfalto -en el mejor de los casos, de adoquines, cuando no de tierra- y en vehículos lentísimos, si los comparamos con los hoy disponibles.

Llegaron a León al anochecer del jueves 26. Allí fueron recibidos por el obispo, a la sazón Luis Almarcha, y durmieron en el suelo del claustro de la Catedral leonesa. Recordó mi padre muchas veces el impacto que le produjo, una vez levantado y aseado, asomarse al interior del impresionante templo gótico y quedarse deslumbrado por la luz que penetraba a través de las vidrieras. Allí asistieron a misa y empezaron la última etapa, también en camión.

El viernes 27 alcanzaron la tumba del Apóstol. Muchos años después, en 1982, cuando fui a Santiago por primera vez en mi luna de miel, recordé al abrazar su imagen la emoción con que mi padre me contó su abrazo, que simbolizaba, como en todos los peregrinos, la alegría y la acción de gracias a Dios por el objetivo alcanzado.

Ese mismo día fueron llegando a Santiago, además de los miles de peregrinos,  las autoridades civiles y religiosas de la España de su tiempo (en ese tiempo era difícil en ocasiones distinguir a unas de las otras). También acudieron legados pontificios en nombre del Papa, Pío XII, entonces "felizmente reinante" como se decía cuando se hablaba de él.

El acto central de la peregrinación tuvo lugar el sábado 28, y consistió en un solemne pontifical en la Catedral compostelana al que acudieron las autoridades mientras los jóvenes seguían la ceremonia por megafonía repartida por la plaza del Obradoiro y el resto de la ciudad. El momento culminante tuvo lugar cuando el Papa, desde Castelgandolfo, pronunció en directo una alocución en castellano que, por vía telefónica y por la misma megafonía, llegó a todos los presentes. En sus palabras, que reprodujo el diario ABC íntegramente en su número del día 29, elogió el sentido espiritual de la peregrinación y  animó a los jóvenes a luchar por la fe y contra las dificultades no sólo del camino material, sino de toda la vida en su conjunto.
 
Medalla conmemorativa de la peregrinación internacional a Santiago de Compostela, celebrada en 1948.

A los peregrinos se les entregó como recuerdo un sencillo bordón rematado en forma de cruz, que según mi padre se conservó en su casa varios años, aunque yo no llegué a verlo. También se les hizo entrega de una medalla conmemorativa, que gracias a Dios pude rescatar hace apenas unas semanas y de la que no tenía noticia anterior. También se hizo a los distintos grupos de jóvenes una fotografía de recuerdo, que yo he visto siempre en casa de mis padres, aunque daba por perdida porque llevaba muchos años sin verla. Afortunadamente, también la recuperé hace unas semanas y ahora puedo mostrarla en este blog.


Jóvenes de Córdoba asistentes a la peregrinación de 1948.

 Pasó la gran peregrinación, a la que podemos calificar sin mucho margen de error de "una JMJ avant la lettre". No hubo millones de jóvenes, sino sólo unas decenas de miles. Tampoco vino el Papa, porque en aquellos tiempos el Sumo Pontífice no salía de Italia, ni hubo retransmisiones por televisión, sencillamente porque la pequeña pantalla aún tardaría ocho años en llegar a España. Pero quedó en quienes asistieron el recuerdo -muy similar al de los jóvenes que ahora cruzan el mundo en las JMJ- de unos días de convivencia, fe y sacrificios llevados con alegría hasta uno de los lugares más emblemáticos del mundo católico.

Y quedó, eso sí, la semilla de lo que andando el tiempo sería el movimiento de Cursillos de Cristiandad, que tuvo en aquellas jornadas uno de sus hitos fundacionales.

jueves, 26 de julio de 2012

Un rincón de Córdoba: la calle Antonio del Castillo y alrededores

Hoy me he dado un paseo por la calle Antonio del Castillo y alrededores. En ella pasé cinco años de mi infancia, los que van de 1960 a 1965. Como le ocurrió al protagonista de «La borra del café», la entrañable novela en que Mario Benedetti recuerda su infancia y adolescencia, cuando yo era niño mis padres se mudaban de domicilio con frecuencia. Y es curioso: aunque viví en muchas casas –que yo recuerde, en la calle San Acisclo, en la llamada Huerta Chiquita, un barrio que ya no existe, en Antonio del Castillo, la plaza de la Magdalena y la calle Siete de Mayo− ni una sola de las casas en las que residí hasta que me casé existe ya, pues todas han ido cayendo bajo la piqueta conforme han pasado los años. Es como si un negro hado quisiera borrar los restos que quedaran de los sitios por donde yo he pasado.


Pero a lo que voy, a la calle Antonio del Castillo. He entrado por Horno del Cristo y la plaza de Jerónimo Páez. En ésta me he detenido ante la fachada de la casa palaciega, hoy abandonada, en la que alguna vez se ha hablado de construir un hotel de cinco estrellas pero que, de momento, está cerrada y muestra su ruina a quien se aventura por allí. En alguna ocasión, cuando vivía en Antonio del Castillo, pude entrar en esa casa, porque los propietarios tendrían hijos de mi edad y entonces era muy frecuente jugar en la calle, así que nos conocíamos y me permitieron entrar. Sólo recuerdo la impresión que me produjo, al cruzar la puerta principal –situada tras el breve compás cerrado con una reja de hierro− el esplendor de una escalera que subía al piso superior: tenía una alfombra roja que cubría los escalones, con barras de metal dorado que la sostenían. Era una escalera que sólo he visto en películas de Hollywood, o en palacios reales que, como turista, me ha sido dado visitar en algún viaje. Pero que una casa real, donde viviera gente y hubiera niños que pudieran y quisieran jugar conmigo, tuviera una escalera de esa pomposidad –o al menos yo así la vi y la recuerdo− es algo que no se me ha vuelto a dar.
Frente a ese palacio, ya en Antonio del Castillo, la casa que lleva el nombre de la calle es muy sencilla: tiene dos plantas y la inferior está ocupada por un bar llamado «La Cavea», sin duda alguna por la proximidad del Museo Arqueológico y los restos del teatro que en él se conservan. En esa casa vivían unas niñas, amigas sin duda de mis vecinas González Castro, y recuerdo también que en alguna ocasión fui a esa casa, a jugar en la azotea, cuyo aspecto recuerdo aún perfectamente; esa visita la hice sin duda a primeros de mayo, porque los vecinos habían instalado una cruz de mayo delante de la «Casa del Judío» y las niñas estaban vestidas de gitana. Que yo recuerde, en esa cruz de mayo no había barra ni se servían bebidas ni raciones ni, por supuesto, había sevillanas por megafonía: sólo había las flores y macetas que aportaban las vecinas y el ambiente era la concentración de quienes vivíamos por allí y las sevillanas que, con su propia voz, cantaban las chicas que se habían vestido de gitanas y bailaban llenas de alegría.

Conforme avanzo por la calle me sigo sorprendiendo de lo estrecha que es ahora, o de lo ancha que me parecía a mí cuando jugaba en ella. También me acuerdo de algunas de las familias que vivían allí, y de algunos niños con los que jugaba. Uno de ellos se llamaba Narciso, y parecía un «niño bien». Otro, bajito y moreno como su padre –un señor muy serio y amable, con bigote rectilíneo y gruesas gafas−, me daba un poco de pena cuando lo veía, porque una vez me dijo mi madre que la madre de ese chico había muerto, y que un tiempo después su padre se había vuelto a casar con la que hasta ese momento era su cuñada, es decir, hermana de la madre del muchacho.





De la casa donde yo viví ya sólo queda el sitio, pues fue derribada hace dos décadas y en su solar se levantó un edificio de dos plantas de nueva construcción, y que ofrece el mismo aspecto impersonal y frío que todo lo que construye Vimcorsa, seguramente por influencia de los planes de viviendas que se hacían en la Unión Soviética. La casa que me vio corretear entre 1960 y 1965 tenía el número 1, pero su sucesora tiene el 3, al haber pasado el 1 a la casa que se asoma a la plaza de Séneca y hace esquina con San Eulogio. Entre «mi casa» y la que hace esquina, en la misma acera y en un pequeño ensanche de la calle, había un semisótano en el que trabajaba un zapatero remendón; el hombre tenía un problema en los pies y andaba con dos bastones. Uno de sus hijos, de nuestra edad o poco más, jugaba con nosotros en la calle cuando era ocasión, que era casi siempre que no había clase. En ese tramo, que ahora se me antoja pequeñísimo, tenían lugar largas tertulias en las noches de verano: los vecinos salían a «tomar el fresco» con sus sillas, y las mujeres se sentaban a un lado de la puerta, el que va para la plaza de Séneca, los hombres permanecían de pie al otro lado, el que va para Jerónimo Páez, y los niños corríamos de un lado a otro sin más precaución que alguna vez, cuando pasaba un coche, que nos pegábamos a las paredes; pero era rarísimo que pasaran coches por allí, y el único que no faltaba nunca era uno al que llamábamos «el huevo duro», un coche biplaza pequeñísimo y con una carrocería ovalada de color salmón muy claro.

Justo frente a la casa en que yo vivía había una gran puerta metálica, que daba acceso a la parte posterior de la llamada «Casa de Séneca». Es –y lo digo en presente porque esta mañana me ha sorprendido ver que sigue no sólo intacta, sino reparada, repintada y limpia− una puerta de color marrón, dividida en varias secciones por «nervios» del mismo hierro aplicados con remaches. En mis tiempos estaba mucho más sucia y oxidada, y tuvo durante muchísimo tiempo lo que hoy llamaríamos un «graffiti» que ponía, en grandes letras escritas con tiza, el nombre de SÉNECA. Pero no era por un entusiasmo cultural sobre el gran escritor romano, tan vinculado a esta parte de la ciudad; se trataba de una especie de «hurra» al equipo de fútbol de ese nombre, pues el Séneca CF se fundó en una antigua casa, también desaparecida, situada en la plaza de ese nombre; una casa que tenía un patio enorme de tierra, donde los chicos del barrio jugaban al deporte rey en los años en que el Córdoba CF acababa de subir a Primera División. Por cierto, como la plaza de Séneca en sí no tenía la estructura que se ofrece ahora y era sólo una cuesta con la estatua romana que ahí sigue, podían hasta aparcar coches; y no es que hubiera muchos, pero sí veíamos con frecuencia uno: el del futbolista Simonet, inolvidable defensa del equipo blanquiverde, que vivía en la calle San Eulogio y aparcaba su coche, un Renault Dauphine, en la misma plaza de Séneca.

Precisamente del tráfico por esa calle me quedan dos estampas que el tiempo no ha logrado olvidar. Las dos escenas las contemplé al regreso del colegio: yo iba al Colegio La Milagrosa, situado en la calle Gondomar, y bajaba todos los días la calle Ambrosio de Morales. Una de las veces, al llegar a la plaza de Séneca, vi mucho revuelo y –lo que más me impresionó− huellas de neumático manchadas de sangre. Según me explicaron, un carro tirado por un mulo se había estrellado contra una de las rejas de la casa que hoy lleva el número 1 de Antonio del Castillo. Al parecer al mulero, al pasar por la taberna de la Sociedad de Plateros, debió de apetecérsele un medio de «Peseta» y detuvo el carruaje en la misma puerta; pero el carro debía de estar muy cargado y no tendría freno de mano, de modo que empujó al propio mulo hasta estrellarse en la reja, donde uno de los hierros del propio carro, al retorcerse, se le clavó produciéndole la muerte. Cuando yo llegué no quedaban más restos que las citadas huellas de coche con manchas de sangre, pero el suceso dio tema de conversación durante un tiempo a los parroquianos de la taberna y a los vecinos del barrio.




Y quizá como muestra de que la primera mitad de los años 60 eran una etapa de transición para nuevos tiempos, pocos meses después ocurrió un suceso análogo, sólo que esta vez el accidentado era un coche –nada menos que un Seat 1400C, uno de los grandes de su tiempo−, cuyo conductor seguramente tendría la misma sed de vino que el acemilero de que he hablado, y dejó su vehículo aparcado frente a la taberna sin las pertinentes medidas preventivas, dado que la cuesta abajo es muy pronunciada.



Pero con independencia de las anécdotas y sucedidos de los que me fue dado ser infantilísimo testigo, esta zona de la ciudad es, al menos para mí, de las más entrañables y cálidas de la ciudad. Y no lo digo ya por las connotaciones que me trae, sino por algo tan simple como las denominaciones de plazas y lugares que allí se concentran: en la plaza de Séneca confluyen vías urbanas con los nombres de San Eulogio, cuya calle baja hacia el Portillo y San Francisco, Antonio del Castillo camino del Museo Arqueológico, y Ambrosio de Morales que viene desde las alturas de Claudio Marcelo. Se trata de cuatro nombres de cordobeses que simbolizan cuatro etapas de la historia de la ciudad: la Córdoba romana con Séneca, la mozárabe con San Eulogio, la renacentista con Ambrosio de Morales y la barroca con Antonio del Castillo.
La misma «casa de Séneca» tiene honda trayectoria literaria. En ella pasó una temporada, en el año 1859, el escritor extremeño Vicente Barrantes, que sería diputado de las Cortes y que desarrolló en su tiempo una interesante pero poco conocida labor en el mundo de las letras y la historia. Había tenido, al pasar por Despeñaperros, un «accidente de tráfico», es decir, su diligencia se había caído por algún barranco y él se fracturó una pierna que se le gangrenó y le hubo de ser amputada, de modo que pasó su convalecencia en esa casa, invitado por un amigo cordobés, y en ella mantuvo fecundas tertulias literarias con, entre otros, el conocido polígrafo Luis María Ramírez de las Casas-Deza.



Luego he bajado por la calle San Eulogio y he salido a la de la Feria por el pasaje Claudio Galión, uno de los lugares más desconocidos y mágicos de Córdoba. El enlace de San Eulogio con este enclave recuerda las antiguas «casas de paso», y hasta es posible que en el lugar se levantara una de ellas, pero no me he puesto a confirmarlo. Lo que sí es cierto es que el pasaje, al que se accede por un arco presidido por una imagen de San Rafael −¡cómo no!− tiene un rincón encantador con una fuente, una columna, una cruz de hierro forjado y un ciprés. Para desgracia de esta ciudad que quiso ser, y no sé yo si con merecimiento por sus habitantes del presente, Capital Cultural de Europa, tampoco faltan en el lugar pintadas y huellas de mal gusto, incultura y falta de respeto y tolerancia. Tengo que terminar estas notas diciéndolo muy claro: ¡menos mal que no nos dieron la dichosa Capitalidad! De habérnosla concedido, yo hubiera pasado, como cordobés, una enorme vergüenza viendo a decenas de miles de turistas y visitantes contemplando nuestras calles, hasta las más representativas del casco histórico, ensuciadas por la bazofia mental, y a veces física, de muchos cordobeses.

26 de julio de 2012

martes, 17 de julio de 2012

El 18 de julio de 1936 en mi familia

No pretenden las siguientes líneas saldar ninguna cuenta, ni cambiar la historia, ni –mucho menos− juzgar los comportamientos de personas de mi familia en momentos dificilísimos de su vida. Lo único que quiero, con las líneas que siguen, es poner por escrito relatos que en forma oral me han llegado de boca de mis padres, y que recogen la pequeña memoria del impacto en la vida cotidiana de la tragedia que afectó a España entre 1936 y 1939. Al llegar el 18 de julio de 2012, exactamente 76 años después del comienzo de la guerra, quiero rendir con estas líneas un modesto homenaje a todas las personas y familias de cualquiera de los dos bandos que sufrieron en su carne, en la mayor parte de los casos sin haber tenido antes del conflicto implicación política alguna, o muy tenue, los rigores de la barbarie.
 

Detesto la manipulación que ni siquiera tienen la decencia de disimular los que promueven la llamada Memoria Histórica, que no es sino una forma de venganza, cuando no un medio de obtener subvenciones públicas con la excusa del sufrimiento acumulado por miles de personas durante muchas décadas. Antes de empezar declaro que lo que aquí se cuenta no tiene ni quiere tener nada que ver con esa forma de «vendetta» intelectual. Sólo quiero, como he dicho, contar lo que pasó en mi familia y homenajear a todas, repito, a todas las personas que aquí se mencionan, sin distinción ni filtro ideológico alguno.

 

El 18 de julio de 1936 en mi familia



El 18 de julio de 1936 era sábado. Ese día, mi abuelo, José Varo Requena, llegó a casa de su trabajo –era jefe del obrador en la confitería La Purísima− bastante preocupado. Según me contó mi padre, que entonces tenía poco más de ocho años, se dirigió a la cocina, donde mi abuela, Encarnación Lucena Pérez, terminaba de preparar el almuerzo. «Los militares de África se han levantado contra la República –le dijo−, la cosa está muy negra y puede pasar de todo». Mi padre asomó y, como preguntara a sus padres qué pasaba, mi abuelo le dijo:
 

−Niño, vete de aquí, no pasa nada, no debes escuchar las conversaciones de los mayores.
 

 Mi abuelo José Varo Requena (con el batidor en la mano) junto a sus compañeros de la Confitería La Purísima, en una foto de hacia 1936.

Al terminar de comer, mi abuelo se acostó a dormir la siesta. Después de levantarse se arregló y se dispuso a ir, como todos los sábados, a dar un paseo y a tomarse su medio de «Amargoso» en la taberna El Gallo de la calle María Cristina. Su casa estaba en el número 32 la calle Gutiérrez de los Ríos, y era una casa antigua, de las llamadas «de vecinos», con un gran patio en cuyo centro había un pozo encalado y, en uno de los lados, la cocina comunal, aunque mis abuelos disponían de la suya propia en su vivienda, situada en la planta alta.
 

Mi padre recordó muchas veces que ese día volvió su padre mucho antes de lo acostumbrado. Al subir por la calle Carreteras –también llamada Pedro López− a la Espartería, vio unos cañones de artillería apostados en la confluencia de Diario de Córdoba y Rodríguez Marín con Joaquín Costa –esta última, hoy llamada Capitulares−, que hacían algunos disparos al edificio del Ayuntamiento.

Obviamente, mi abuelo regresó a toda prisa a su domicilio sin tomarse su medio de vino. Mi padre nos contó que el día siguiente, domingo, permanecieron encerrados en la casa, sin salir absolutamente para nada, «ni siquiera a misa», apostilló, recordando que San Pedro era su parroquia y a ella solían acudir sin falta para cumplir el precepto dominical.


Problema de conciencia


Pasaron unos días. Mi padre no me contó nada de las jornadas inmediatamente siguientes. Seguramente mi abuelo, con todo el miedo del mundo, iría a su trabajo en la confitería desde el lunes día 20. Lo que sí me narró mi padre, con todo lujo de detalles, fue que muy pocos días después del alzamiento militar se presentó en su casa su tío Antonio Lucena Pérez, hermano de mi abuela y por tanto tío carnal de mi padre.

Antonio Lucena era platero y pertenecía al sindicato UGT. Mi abuelo, por lo que me dijo una vez una de mis tías, estaba afiliado al Sindicato Católico de su sector profesional. El caso es que Antonio Lucena fue a ver a su cuñado a pedirle un favor dificilísimo: al parecer, le contó que sabía que lo estaban buscando las «nuevas autoridades», seguramente para pasarlo por las armas, al ser conocida su pertenencia al sindicato socialista. 

Lo que le pedía a su cuñado era que lo protegiera escondiéndolo en su casa. A mi abuelo esto le supuso un problema de conciencia, porque –siempre en base a las narraciones que recuerdo de mi padre− le dijo:

−Pepe, si te cogen en cualquier sitio a ti te matan a ti, y dejarás viuda e hijos. Si te cogen aquí y ven que yo te he escondido, serán dos las viudas y ocho los huérfanos.

Como Lucena insistiera, mi abuelo le preguntó:
 

−¿Pero tú has hecho algo?
 

−¡Yo no he hecho nada! ¡Yo no he matado a nadie!
 

−¿Pero tú no tienes un arma?
 

Y aquí mi padre me contaba que su tío le dijo a su padre que sí, que tenía una pistola que le habían dado en el sindicato al tener noticia de la sublevación militar. Como ésta había triunfado sin excesivas dificultades en Córdoba capital, era fácil que supieran dónde y cómo estaba cada dirigente de los partidos y sindicatos de izquierdas.
 

Mi padre recordó que vio a mi abuelo y a su tío bajar las escaleras de la casa y dirigirse al pozo que había en el patio. Antonio Lucena sacó la pistola del bolsillo y la arrojó al pozo. 
La prueba que podrían haberle hallado ya no la tenía y nadie –salvo el cuñado del sindicalista de la UGT y un niño de ocho años, que era mi padre− darían cuenta de dónde estaba el arma.
 

El que –de haber sobrevivido− podría haber sido mi tío-abuelo, Antonio Lucena, salió de la casa de mi abuelo cabizbajo, tal vez ligeramente aliviado al no llevar encima la pistola que le habían dado.
 

Según los libros de entierros de los cementerios de Córdoba, citados por Francisco Moreno Gómez (1), aparece como fusilado el 3 de septiembre de 1936. Seguramente lo matarían sin hacerle ni siquiera un simulacro de juicio. Tenía 36 años.
 
Por lo que me contó mi padre, a mi abuelo le quedó toda su vida el problema de conciencia de no haber ayudado a su cuñado escondiéndolo en su casa, pero sabía que, de haberlo hecho, habrían sido dos las  viudas y ocho los huérfanos.

Cambio de camisa


De cómo se vivieron los primeros días de la guerra en la familia de mi madre no sé mucho. Mi madre me contó en alguna ocasión, pero siempre con recelo y como queriendo ocultar algo, lo que había pasado con su padre.

Mi abuelo, Antonio Pineda Sánchez, nació en Alicante pero se crió en Granada, donde su padre –mi bisabuelo Manuel Pineda López, era un reputado maestro. La vocación inicial de mi abuelo fue la Medicina, pero la temprana muerte de su padre, que falleció cuando él sólo tenía 16 años, hizo que se quedara en practicante (hoy se diría ATS o DUE).

Sacó por oposición una plaza en el Hospital de Agudos de Córdoba, y allí tenía su puesto de trabajo cuando empezó la guerra. Dicho centro sanitario se hallaba entonces en el Hospital del Cardenal Salazar, hoy sede de la Facultad de Filosofía y Letras.
 


Por lo que pude deducir de lo poco que me habló mi madre de esta etapa de su vida, había tenido antecedentes republicanos, y hasta asistió a alguno de los mítines del Frente Popular previos a las elecciones de febrero de 1936. En algún momento me contó mi progenitora que la afinidad de su padre estaba en Izquierda Republicana, el partido de Azaña, aunque no puedo precisar más.

Cuando, ese sábado 18 de julio, el «Movimiento» se hizo dueño de Córdoba capital, mi abuelo –siempre en base a la poca información que me transmitieron sobre este particular− se mantuvo a la expectativa, como esperando a ver de qué lado se decantaba la balanza tras la incertidumbre inicial.

Una vez confirmado el triunfo de la sublevación, mi abuelo se dirigió a las nuevas autoridades y se puso a su disposición, pidiendo el ingreso en Falange. Hasta fue sometido a determinadas «pruebas» −mi madre me habló de hacerle tomar aceite de ricino− para comprobar la veracidad de su «conversión». Repito que cuando mi madre me contó esto no me dio muchos pormenores, pero sí recuerdo perfectamente haberle oído decir lo del aceite de ricino. Era usual que, en estas situaciones, al recién llegado se le pidiera, como prueba de su nueva lealtad, que diera información sobre sus compañeros de partido o sindicato, o dicho de otra forma, que los delatara. No sé si a mi abuelo se lo pidieron ni si él facilitó algún tipo de datos por propia iniciativa.

Lo que sí es cierto es que, pasado un poco tiempo, pidió la excedencia como practicante del Hospital Provincial y se alistó como alférez provisional, lo que le llevó a ser destinado a Asturias, donde pasó parte de la contienda. Al terminar la guerra aún se tuvo que trasladar, ya con su familia, a varios destinos, como Sevilla, Málaga o Barcelona, donde le sorprendió en 1940 la llamada «Ley Varela», que licenciaba a los alféreces provisionales y que lo obligó a regresar a Andalucía, aunque no a su puesto en el Hospital, puesto que había pedido la excedencia por diez años y aún le faltaban varios para poder pedir el reingreso. Para salir adelante se presentó a unas oposiciones de la Policía Secreta –creo que su nombre exacto era «Brigada de Investigación Social», pero no sé si fue precisamente a ese cuerpo al que opositó−, que volvieron a trasladarlo, esta vez a Cádiz, pero esa es otra historia que quizá recoja por escrito más adelante.


Foto de mi abuelo materno como alférez provisional, remitida a su familia desde Asturias en 1938.


Es curioso: las escasas fuentes históricas a que he acudido –tampoco he pretendido hacer una investigación en toda regla− señalan que la «Ley Varela», promulgada en el BOE del 12 de julio de 1940, ordenaba el pase a la reserva de los militares «hubieran colaborado con la República o se hubieran mostrado tibios en el apoyo a los alzados» (2), y en aplicación de la misma «fueron investigados por comisiones depuradoras unos 5.000 militares» (3).

Sin embargo mi abuelo, aunque tal vez pasara un tiempo de duda antes de hacerse alférez provisional, no era ni había sido nunca militar de carrera, y de hecho, por las conversaciones que mantuve con él, aunque ya un tanto difuminadas en mi recuerdo pues murió cuando yo tenía 19 años, en 1976, sé que participó en la contienda, sobre todo en Asturias, con la determinación y la dureza que era de esperar en aquellas circunstancias. En cualquier caso, nunca me hablaron en la familia de mi madre de que la causa de su obligado abandono del Ejército fuera la tibieza o falta de sinceridad de su «cambio de camisa».

Es indudable que algunos o muchos de quienes se alistaron en los Alféreces Provisionales lo hicieron como medida preventiva para evitar complicaciones por actuaciones anteriores durante la República. En qué grado se hallaba mi abuelo en aquellos difíciles días es muy difícil determinarlo, y lo que hiciera después, con la guerra ganada y Franco en el Gobierno por casi cuarenta años, ya no cuenta porque es fácil de explicar. De hecho, conservó hasta el final de su vida una camisa azul con el yugo y las flechas: por cierto, al morir, mi abuela me la ofreció a mí para que la usara –quitándole lógicamente el «cangrejo»− pero rehusé el ofrecimiento. Era ya el verano de 1976 y el tiempo de la Falange estaba ya definitivamente pasado, si es que no llevaba pasado unas cuantas décadas.

(1) MORENO GÓMEZ, F. (1982): La República y la Guerra Civil en Córdoba, primera edición, Córdoba, pág. 684.

(2)  PUELL DE LA VILLA, F. y ALDA MEJÍAS, S. (2010): Los ejércitos del franquismo. Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado – UNED, Madrid, pág. 171.

(3)  [MARTÍNEZ DE BAÑOS CARRILLO, F.: El Ejército contra el Maquis, en http://usuarios.multimania.es/historiaymilicias/html/etmaquis.htm.