miércoles, 24 de agosto de 2011

«On n’est pas fatigués!»

Aunque no pude asistir a los actos centrales de la JMJ en Madrid, sí disfruté en Córdoba de las Jornadas en las Diócesis, y a fe que me sirvieron muchísimo, además de hacer que me lo pasara tremendamente bien

Me ofrecí como guía de un grupo de franceses de Périgord venidos a la parroquia de la Trinidad; sinceramente, en principio sólo esperaba practicar un poco la lengua de Molière, pero me encontré tan bien desde el primer momento –para ser exactos, desde la misa que en la tarde del jueves día 11 concelebraron siete sacerdotes y un obispo− que decidí sumarme a todas las actividades que pudiera.

El primer día, jueves, después de la misa dimos un ligero paseo por el centro, visitando algunas iglesias fernandinas y otros lugares emblemáticos de Córdoba, como la plaza de Capuchinos. El viernes 12 sólo pude sumarme, de noche, a la Fiesta de las Naciones de la Plaza de la Compañía, y lo que una mirada superficial consideraría, con el lenguaje actual, una simple actividad lúdica, fue en realidad para mí un impacto tremendo: lo primero de todo me sorprendió gratísimamente la multiplicidad de nacionalidades representadas, todas ellas en un ambiente de intensa y sanísima alegría. Pude ver canadienses, franceses, peruanos, iraquíes –qué huella han dejado con su testimonio, Dios mío−, coreanos, argentinos, mexicanos, estadounidenses… cada uno son su música y su forma de expresar la alegría que llevaban dentro; yo creo que jamás en su historia ha acogido la Plaza de la Compañía tanta variedad de nacionalidades, ni tanta unidad en la diversidad.

Pero lo de dentro de la iglesia también fue memorable: centenares de chicos y chicas, dirigidos por un sacerdote francés, hacían una oración intensa, que casi se podía tocar con las manos y que gritaba enormemente desde el silencio profundo que inundaba el templo; los confesonarios tenían cola, y las miradas y actitudes de estos jóvenes –en su mayoría, franceses−, su devoción y respeto, su concentración en la plegaria, eran todo un ejemplo para muchos católicos cordobeses, al menos para mí.

El sábado 13 por la mañana los acompañé –como aprendiz de guía turístico− en la Catedral, el Alcázar, la Calleja de las Flores, la Calleja del Pañuelo, que casi la taponan, la Puerta del Puente y el Puente Romano. Como todos los turistas, preguntaban por todo, querían aprender deprisa y hasta me preguntaron dónde podían comprar, para llevársela a sus madres, «esa exquisita crema de tomate» que les habían servido las familias de acogida: se referían, obviamente, al salmorejo cordobés.

Tuve el privilegio de que, como «turista» excepcional, se sumara con gran interés al grupo el obispo monseñor Antoine Ntalou, arzobispo de Garoua (Camerún), además de varios sacerdotes franceses.

El sábado por la tarde me sentí nuevamente privilegiado al asistir a la confirmación de cinco jóvenes franceses. El obispo camerunés que les confirió el sacramento los animó a ejercitar, durante toda su vida, el lema de la JMJ de este año: «Firmes en la fe, arraigados en Cristo», y les pidió dar permanente testimonio de esta convicción en los lugares y ambientes donde vivan.

Por la noche volví a la Compañía, y esta vez el ambiente era si cabe mejor (y además, esta vez la cerveza estaba fría). En la plaza vi la música alegre de los seminaristas iraquíes –que hicieron el milagro de que mi mujer se pusiera a bailar con ellos−, asistí a la representación teatral de los peruanos, disfruté viendo a jóvenes de un montón de países bailando sevillanas, hablé con mis ya amigos franceses de Périgord… En la iglesia, el mismo silencio de la noche anterior, aumentado con la presencia del Santísimo Sacramento; me acerqué, puse una velita, me emocionó ver ojos juveniles venidos de muy lejos y clavados en la Sagrada Forma… y pasada la medianoche, vi nada menos que al obispo de Córdoba sentado en un confesonario dispensando a manos llenas la Misericordia del Señor. Se le veía feliz a don Demetrio.

«On n’est pas fatigués!» gritaban al filo de la una de la madrugada, a modo de alegre manifestación, los jóvenes también franceses de Albi que regresaban a sus casas de acogida en la parroquia del Beato Álvaro y a los que acompañé hasta mi casa, en el barrio de Poniente. Yo tampoco estaba cansado, sino todo lo contrario: feliz y contento, contagiado de su alegría.

Si intenso fue el sábado, lo del domingo 14 fue incomparable. Desde una hora antes de la misa, la Catedral estaba literalmente tomada por miles de jóvenes y por los equipos de la TV francesa, que la emitieron en directo dentro del programa «Le jour du Seigneur». El ambiente era, una vez más, maravilloso. No sé si alguna vez en la secular historia de nuestro templo mayor se ha dado alguna vez mayor concentración de nacionalidades no entre los turistas que lo visitan, sino entre los fieles que asisten a una celebración eucarística. Me acordé entonces del pasaje del Apocalipsis (7, 9): «ecce turba magna, quam dinumerare nemo poterat, ex omnibus gentibus et tribubus et populis et linguis stantes ante thronum et in conspectu Agni», «una gran multitud que nadie podría contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas»; quizá sea una exageración por mi parte, pero al menos a mí me sirvió para pensar que vendría bien que de vez en cuando los que nos decimos católicos nos demos, y perdónese la expresión, un baño de catolicidad, es decir, de universalidad: somos muchos, estamos en todas partes y nuestra patria verdadera es cualquier lugar del mundo en el que haya hermanos en la fe: en palabras del recordado cardenal Tarancón, «en la Iglesia Católica no hay extranjeros».

Por la tarde prosiguió la fiesta. Y la universalidad que vi por la mañana dentro del templo, se derramó por la tarde en el recogido barrio del Alcázar Viejo, ante la Virgen del Tránsito: aún queda en mis ojos el flamear de banderas de decenas de países, como quedan en mis oídos los ecos del «¡Ohhhh!» que salió de muchas bocas poco acostumbradas a ver salir un paso de una iglesia, como queda en mis tímpanos la dulcísima canción francesa que mis amigos de Périgord entonaron espontáneamente cuando la Virgen Dormida enfiló la calle San Basilio. Esa dulzura me recordó que si la Madre de Dios es para los españoles «la Virgen», los franceses la llaman sobre todo «Notre Dame», o sea, «Nuestra Señora», y los italianos «la Madonna». Nunca antes, sin duda, y dudo mucho que se vuelva a dar en el futuro, ha habido «tanto mundo» en torno a la serena belleza de la Virgen de Acá, venerándola con alegría.

En El Fontanar se me acabaron las palabras. Que varios miles de jóvenes poco o nada acostumbrados al calor de Córdoba en agosto pasen un día como el que pasaron el domingo día 14, sin descanso material, y luego tengan por delante una noche para dormir «à la belle étoile», no sin antes tener una buena ración música, representación escénica, adoración del Santísimo Sacramento y qué sé yo cuántas cosas más… Hace pensar que hay muchos jóvenes en el mundo que no sólo hacen grandes sacrificios para asistir a conciertos de rock duro o a competiciones deportivas donde intervienen sus ídolos (que no dejan de ser eso, ídolos).

Volví al amanecer para la misa de peregrinos. Allí estaban los mismos muchachos, más todos los cordobeses que se iban a desplazar a Madrid. ¿Qué me impresionó de la misa? Todo, pero como tengo que decir algo enumeraré sólo dos aspectos: lo primero, que fuera en latín, aunque las lecturas y la homilía se hicieron en varias lenguas; querámoslo o no, y yo lo quiero con toda mi alma, el latín es la lengua de la Iglesia, porque sólo en latín nos podemos unir en comunión con la Iglesia no sólo los que ahora somos católicos, sino que la hermosa lengua de Roma nos une también a la cadena histórica que empezó hace dos mil años y de la que sólo somos eslabones muy pequeños. Lo segundo, el silencio impresionante que se hizo durante la consagración; había unas cuatro o cinco mil personas y parecía que no había nadie: todos, en silencio de adoración, vimos a Dios levantado por las manos consagradas de siete obispos y 133 sacerdotes de los cinco continentes.

Acabó la misa y los peregrinos de dispusieron a desayunar y a partir hacia Madrid. Mis amigos de Périgord desplegaron una gigantesca pancarta con su logotipo, el de la JMJ y su emblema: las palabras «Jeunes du Périgord» y la silueta de su Catedral. Me despedí de ellos en la persona de Géraldine Cros, una joven musicóloga de la región que tenía ya experiencia de otras JMJ.

Luego vino lo de Madrid. Si algo lamento de todo lo pasado es que no me cayera a mí el chaparrón de Cuatro Vientos.