domingo, 27 de marzo de 2011

¿Y por qué no?

El domingo 27 de marzo di un agradable paseo por el Triunfo y la Puerta del Puente, contemplando con atención la marcha de las obras en esta zona de la ciudad, y pensando al mismo tiempo que seguramente este año, en Semana Santa, nos será dado ver, por primera vez, un paso procesional precedido por nazarenos cruzando la histórica Puerta que mandara construir Felipe II y que levantara –sin llegar a terminarla− el arquitecto Hernán Ruiz, tercero de este nombre y dinastía. Por cierto, no sería demasiado descabellado pensar que alguna vez entró por esa Puerta, en el siglo XIX por lo menos, la Cruz Guiona del Campo de la Verdad para unirse a las antiguas procesiones del Santo Entierro.

Pero no voy a hablar ahora de pasos ni procesiones, sino de la Puerta del Puente, que es uno de los monumentos de Córdoba que más me atraen y me interesan desde hace mucho tiempo. Resulta que, con motivo de las obras, se ha levantado el pavimento de la zona limítrofe a la Puerta dejando al descubierto, sobre todo en la parte occidental de la misma, la que está junto al Triunfo de San Rafael, restos de viviendas y/o instalaciones civiles hasta la mismísima línea de lo que fue muralla, y que han permanecido claramente visibles hasta hace pocas semanas. Sin duda –que me corrijan los arqueólogos− en ese espacio, al igual que en otros muchos de las antiguas murallas, en algún momento se adosarían viviendas o dependencias para las funciones de peaje o cobros de alcabalas a las mercancías que entraban por allí en la ciudad.

Ahora, a punto de terminarse la intervención, queda visible −hasta cierta altura− un fragmento de lienzo amurallado junto al recinto del Triunfo. Y la pregunta que me surge es: si la Puerta del Puente fue concebida precisamente como eso, como Puerta de una muralla; si ahora –con grandísimo acierto− se ha rebajado el nivel de la calzada para eliminar ese aspecto hundido que ha mostrado durante casi un siglo; si, como parece evidente, la circulación rodada va a desaparecer definitivamente de ese enclave, pues no creo que se admita, ni que deba hacerse, el paso de automóviles por debajo de la Puerta, ni siquiera por los lados de ésta… Si se dan todas estas circunstancias… ¿Por qué no se ha pensado en devolver a la Puerta su carácter de tal, volviendo a «cerrar» los espacios que se quedaron libres a sus lados cuando se demolieron las antiguas murallas?


No se trataría ahora de levantar de nuevo cuño murallas de cinco o seis metros de altura, aunque tampoco pasaría nada: desde mi punto de vista no sería una tropelía de mayores dimensiones que otras intervenciones «recuperadoras» que se han visto en demasiados monumentos cordobeses recientemente «restaurados» por los arquitectos oficiales del régimen. Se trataría, simplemente, de hacer que el único acceso desde el Puente Romano al conjunto histórico y artístico de la Catedral, antigua Mezquita, fuera precisa y exclusivamente la Puerta del Puente.

¿Es mucho pedir? ¿Es un disparate? Sinceramente, creo que no, sería una forma de recordar a los cordobeses algo de su historia, de mostrarles por la vía de los hechos que lo que ahora vemos no fue pensado, y nunca debió ser, esa especie de Arco del Triunfo que muestra –no lo olvidemos− desde hace sólo unas cuantas décadas.

viernes, 25 de marzo de 2011

Están demoliendo el Cine Magdalena

El pasado domingo, día 20, di un largo paseo por el casco histórico. Mis pasos me llevaron -¿inconscientemente?- hasta la plaza de la Magdalena, donde pasé, de niño, cuatro años como vecino.

Yo viví en el número 3 de la plaza, en una casa que ya no existe: por cierto, es triste que, aunque mis padres cambiaron de domicilio con frecuencia en mis primeros doce años de vida, ni una sola de la casa en las que viví hasta esa edad existe ya: todas han sido demolidas, e incluso la casa de la calle Siete de Mayo en la que residí desde mis doce años (casi trece) hasta que me casé tampoco tiene ya vecinos: lleva unos años cerrada y, al parecer, van a mantenerle más o menos la fachada pero reformándola de forma sustancial en su interior. O sea, que no queda en pie ni uno solo de los espacios en los que pasé los que dicen que son los mejores años de la vida.
Pero a lo que iba: que llegué a la plaza de la Magdalena y vi el edificio del antiguo cine de ese nombre; estaba protegido por vallas y, por todas partes, unos simples folios avisaban que a partir del día 21 de marzo, es decir, el día siguiente a mi paseo, la calle Santa Inés estaría cerrada al tráfico "por demolición del cine Magdalena".


En el cine Magdalena, tanto en la sala como en la terraza, pasé horas inolvidables. Allí iba con mis hermanos y, en ocasiones, con vecinos para ver películas "de las de entonces". La lista de títulos sería inacabable, y entre ellas recuerdo de forma especial las que ponían, en sesión infantil, a las tres y media de la tarde de los domingos; creo recordar que la entrada costaba seis pesetas, y la sala se llenaba no sólo en sus butacas, sino en los pasillos, con niños que hacian un ruido deliciosamente infernal mientras en la pantalla se mostraban las malicias de Fu-Manchú, o el Séptimo de Caballería defendía a una diligencia en medio del desierto, o Bambi crecía en una naturaleza llena de dibujos. También vi allí, con mis padres y en tardes de invierno, películas "piadosas" como El señor de La Salle, sobre la vida de San Juan Bautista de La Salle, protagonizada por Mel Ferrer, o Quo Vadis, con Peter Ustinov, Robert Taylor y Deborah Kerr, aunque ésta la vi también en el igualmente desaparecido cine Isabel la Católica.

Pero lo que dejó huellas más señaladas en mi memoria fueron las películas que, en verano, proyectaban en la terraza. Alguna vez fui a dicha terraza por lo legal, pagando la correspondiente entrada. De ese modo vi, por ejemplo, películas como Marisol rumbo a Río -fruta del tiempo- o Levando anclas; seguramente vería más, pero éstas son las que ahora mismo recuerdo.

Sin embargo, lo normal era que las películas de verano, las de la terraza, las viera desde mi propia casa: nos subíamos a la azotea y allí, apoyados en la pared que separaba nuestro domicilio del de al lado, o incluso sentados en el tejado, veíamos las películas sin pagar. Sólo un árbol nos privaba de más o menos la cuarta parte de la pantalla, lo cual, ante la gratuidad total del espectáculo, se compensaba holgadamente. Las familias vecinas, especialmente los Muriel, nos solían acompañar y entre todos compartíamos las emociones de las películas y grandes cantidades de pipas (de girasol o de melón, éstas debidamente tostadas y saladas al sol de la siesta), junto a algún sorbo de gaseosa.

De esa manera vimos varias veces -las repetían cada verano- películas como Las minas del Rey Salomón, o Regreso a las minas del Rey Salomón, sin olvidar las consabidas de Marisol, o algunas del Oeste, o varias de Joselito. Incluso, a mis doce años recién cumplidos, pude ver por primera vez una película de mayores de 18 años. Me bastó engañar a mi padre, que se bajó a dormir creyendo que sería una del Oeste, o algo parecido. La película fue La muchacha y el general, un film bélico protagonizado por Virna Lisi y Rod Steiger. Yo esperaba que una película de mayores de 18 años estaría llena de mujeres desnudas, pero mi decepción fue gigantesca al comprobar que sólo era una historia ambientada en la Primera Guerra Mundial, con un argumento bastante simple.

Años después, cuando yo ya no vivía en la plaza de la Magdalena, llegó la Transición. No sé si fue después o poco antes de la muerte de Franco, el caso es que por esos años el cine se reconvirtió en una de las llamadas "salas de arte y ensayo", en las que se ponían, casi siempre en versión original con subtítulos, películas más o menos intelectuales y/o experimentales. El entorno del cine -la plaza de la Magdalena- empezaba a despoblarse y degradarse, y la renuncia al cine más comercial empezó a mermar la asistencia a la sala. En cualquier caso, también fui a ver alguna de esas películas: creo que una de ellas fue la versión de Pasolini de El Decamerón o de Las mil y una noches: sea cual fuere recuerdo que me desagradó; también vi el Satiricón de Fellini, que tampoco me hizo mucha gracia. Hasta fui con mi novia, una vez, a ver una película clasificada "S", que era en aquel tiempo el aviso de que un film tenía escenas sexuales más o menos explícitas (más menos que más); tampoco me gustó, y ni siquiera recuerdo el título -tal vez fuera Bacanal en directo-, aunque sí el argumento: un chico convence a su novia de ir a una fiesta que derivaría en una orgía, de resultas de la cual la chica, herida, tiene que ser hospitalizada. Creo que era una película española.

Luego, el cine cerró sus puertas, más o menos a la vez que la fábrica de hielo que tenía al lado y que era también propiedad de la empresa Sánchez-Ramade. Durante un tiempo, creo que poco, se usó la sala como local de ensayos de grupos de rock bastante grunge, incluso alguna vez se celebraron "conciertos" -no me queda más remedio que entrecomillar la palabra- de esa modalidad musical y juvenil.

Y llegó el cierre definitivo. Le perdí la pista a lo que había sido cine, dejé de pasar por la plaza de la Magdalena y hasta hoy. Bueno, hasta el pasado domingo, 20 de marzo de 2011, en que me enteré de que el cine iba a ser demolido. Parafraseando cierta canción de Serrat, puedo decir que, sin duda alguna, entre el ruido de las piquetas y los escombros se podrán escuchar aún los ecos de las agudísimas cornetas del Séptimo de Caballería, las risas de los niños al ver las aventuras de Bambi o los aplausos de la multitud cuando, finalmente, el chico besa a la chica mientras empezaban a encenderse las luces y a visualizarse los títulos de crédito.

El cine Magdalena ha muerto irremediablemente, después de mucho tiempo en estado de coma. Déjenme, al menos, que los ojos de mi alma derramen una lágrima de celuloide revenido al recordarlo.

Como he dicho, al lado del cine había una fábrica de hielo. Aún recuerdo las colas que, en las mañanas de verano, formaban las amas de casa con su "chivata" para comprar media arroba, o un cuarto de arroba de hielo con destino a su nevera (los frigoríficos con congelador eran cosa de ricos).
La plaza de la Magdalena presenta ahora un aspecto muy cambiado del que yo le conocí por aquellos años. En el centro del jardín había una palmera altísima, a cuyo alrededor yo di  vueltas sin parar muchas veces con mi primera bicicleta sin patines. Ahora hay una fuente de mármol oscuro; el jardín está más cuidado y más limpio, pero echo de menos el calor de la vida que bullía en el entorno: el bar Marcelo, la primera tienda de Urende -en la esquina con Muñices-, las tiendas de comestibles de Ángel y Casa Paco, la mercería de Mari Tere...
La iglesia ardió en 1990, y se restauró ocho años después. Hoy está limpia y fría por fuera, y limpia y fría por dentro. Hace demasiados años, tantos como tengo yo por lo menos, que no arden la cera ni el incienso en su interior. Una iglesia sin culto, y cerrada de forma casi permanente, es peor que un palacio convertido en simple museo.

El puesto de caracoles de Manolo sigue abriendo cada primavera, pero en otro sitio y con unas ínfulas que en nada recuerdan la modestia de los inicios, allá por los mediados de los años 60; dudo de que los caracoles sepan igual, ahora serán de criadero. La típica taberna de Casa Baltasar es ahora un mesón con pretensiones gastronómicas: su interior ya no huele de forma permanente a aguardiente, aunque sus nuevos propietarios han tenido el buen tino de conservar, de momento, el viejo mostrador de azulejos verdes.


La casa donde yo viví fue primero absorbida por la casa de los Sotomayor, la familia rica de la plaza. Luego fue vendida a Cajasur, que por poco tiempo mantuvo en su interior un taller de restauración de obras de arte. Ahora es la sede de la UNED. La ermita de San José ofrece un aspecto insultantemente blanco y cuidado, tanto más cuanto que en su interior sabe Dios lo que habrá: cualquier cosa menos lo que tiene que haber en una ermita. Aún la recuerdo oscura, con las puertas rotas con grietas a través de las cuales se veía el almacén de una fontanería cercana.

Todo ha cambiado en la plaza de la Magdalena.

¿Y yo, sigo siendo el mismo?

A veces hasta lo dudo.

martes, 1 de marzo de 2011

Yo soy del Séneca

El pasado viernes, la Delegación del Gobierno de la Junta de Andalucía en Córdoba concedió uno de sus premios anuales, con motivo del día de la Comunidad Autónoma, al Instituto de Enseñanza Secundaria SÉNECA, de Córdoba, del que me honro en ser antiguo alumno y ahora profesor.

Está claro que ese premio no añade un ápice al honor que representa "ser del Séneca" para todos cuantos en sus aulas y pasillos hemos pasado una parte (más o menos grande) de nuestras vidas. Es más, yo lo veo al revés: es la Junta de Andalucía la que se ha colgado una medalla incluyendo en su lista de entidades reconocidas el centro docente del que hablamos.

Lo sé desde hace mucho tiempo: "ser del Séneca" es una suerte y un privilegio. Haber pasado siete años en este instituto como alumno es una suerte que sólo cuando ha pasado el tiempo tiene uno capacidad para reconocer. Se lo digo con frecuencia a mis alumnos: "No sabéis lo que tenéis estando en este instituto". Pero sí sé que, cuando tengan unos cuantos años más, lo sabrán reconocer y valorar.

Cuando llegué al instituto como profesor, hace ya más de tres años, me sentía como en una nube: acabar mi vida profesional en el Séneca, en el que pienso jubilarme cuando el Gobierno de turno lo permita, era un sueño que había albergado desde el mismo día en que decidí ser profesor de instituto, pero que nunca vi que se pudiera realizar. Y caminaba como en una nube porque me sentía continuador, en esas aulas y pasillos, de una estela abierta hace ya mucho tiempo, varios siglos, y me sentía sorprendido de que alguien como yo, sin más méritos personales o profesionales que otros, pudiera compartir instalaciones que, años atrás, habían utilizado unas personas, mis profesores, que recuerdo con un cariño y un agradecimiento que durarán lo que me quede de vida.

Esas personas, algunas viven aún y otras ya murieron, marcaron en su momento -no con fuego, sino con paciencia y pedagogía de la buena- la entonces maleable alma de un joven adolescente, que vio en ellos un modelo de vida al que quiso asimilarse, y por eso decidió ser profesor como ellos: que yo utilice el mismo Seminario (ahora se llama Departamento) que en su momento acogió los trabajos y los descansos de profesoras como Luisa Revuelta o Ana María Ortega, que vea todavía en la Biblioteca fichas de libros escritas con la letra de Juan Gómez Crespo o Nemesia Nevado, que me sea dado contemplar en los laboratorios piezas geológicas o aparatos de química con los que Manuel Navarro o Constantino Pleguezuelo me enseñaron sus asignaturas, que siga "viendo" en los pasillos la figura para mí venerable de Rogelio Fortea, la silueta alta y morena de Tomás Morales, mi primer profesor de Filosofía, la cultura amplísima de Consuelo González, mi profesora de Francés, o las voces entrañables del involvidable conserje Andújar... Todo eso es una suerte, que aunque no la he merecido especialmente me permite sentirme orgullosísimo de "ser del Séneca".

No quiero olvidar a algunos compañeros que estudiaron conmigo: por poner sólo algunos nombres, citaré los de José María Maestre, Miguel Villar, Manuel Ladehesa, José Vega, Joaquín Arenas, Pedro Cano, Juan Parra, Juan Victoriano Trejo, Isidro Rodríguez, José Carlos Suárez, Luis Carlos Yepes, Nicolás Aranda, Juan Antonio Ocaña, Ángel Fernández, Pedro Alejándrez, José Luis Rosales, Francisco Valverde Blanco y Francisco Valverde Fernández... Son muchos, muchos los que aún conservo en mi mente con nombre y apellidos. Algunos, incluso, nos han dejado antes de tiempo: Rafael Goñi, Fausto Amor, Mariano Pinilla me siguen poniendo un nudo en la garganta cuando los recuerdo... Ellos también pudieron decir alguna vez "soy del Séneca" y yo me honro hoy en escribir sus nombres. Sé que faltan muchos, y querría ahora recordarlos a todos.

La vida... La vida es una cadena, y nuestras biografías particulares no son sino eslabones. Hoy que tanto se valora el presente y tanto se desprecia el pasado (el mayor desprecio del pasado es querer hacerlo cambiar o justificar a posteriori lo que en su momento tuvo una justificación determinada, o ninguna justificación, véase la Ley de Memoria Histórica); hoy que tan poco se aprecian como algo digno de conservación las raíces personales, los orígenes que todos tenemos y que nadie puede arrebatarnos, quiero dejar constancia en este blog que casi nadie lee de la alegría que me da haber sido alumno entre 1966 y 1973, y profesor desde 2007 de este centro educativo.

El "espíritu del Séneca" supera holgadamente las estrecheces de leyes, gobiernos y denominaciones superficiales. Cuando yo llegué a sus aulas se llamaba Instituto Nacional de Enseñanza Media Séneca, y después de varios etiquetados, ahora es el IES Séneca. No importa: le cambiarán en el futuro el nombre o la tipología oficial. Pero quienes hemos pasado por sus aulas -como alumnos o como profesores- habremos recibido algo o mucho de lo mejor que tenemos y somos, del mismo modo que -Dios lo quiera- hayamos también dejado en los demás algo de lo mejor que somos y tenemos.

¿Que la Junta de Andalucía nos ha reconoocido con una distinción? Bienvenida sea. Pero, para mí, la mejor distinción profesional es haber sido y ser del Séneca, con o sin medallas venidas de instancias políticas.