viernes, 21 de enero de 2011

Los bárbaros esperan a los bárbaros

El gran acierto de los bárbaros es que llegan sin que nos demos cuenta.

Desde el conocido poema de Kavafis, tan certero y tan hermoso, todo el mundo se cree que los bárbaros no existen, que son sólo un invento del establishment político y cultural para asustar a las masas y, posiblemente, para conjurar sus propios temores.

Sin embargo, aun cuando nos quedemos con la estampa de todos los sectores de la ciudad, sobre todo de los poderosos, esperando -curiosamente, con sus mejores galas- a unos bárbaros que los sacarían de la molicie y quizá también de la monotonía, lo cierto es que lo bárbaros ya estaban en la ciudad: la tenían ocupada desde mucho antes de que se pudiera sospechar de su amenaza.

Estaban agazapados esperando su ocasión. La desidia y la autocomplacencia de la ciudadanía oficial, de quienes vivían, o vivíamos, cómodamente asentados en una forma de vida que creíamos eterna e inconmovible, nos creíamos tan superiores a quienes no participaban de este festín que no podíamos suponer que alguien pudiera socavarnos. Son numerosísimos los testimonios de autores de la antigua Roma -tanto de la imperial de Augusto o de Trajano como de la más decadente de Constantino- que demuestran que la posibilidad de una caída, de un desmembramiento del Imperio se veía sólo como la obnubilada visión de augures equivocados: ¿cómo iba a ser posible, o siquiera imaginable, que el esplendor de Roma tuviera un ocaso?

Sin embargo los bárbaros llegaron a Roma, o mejor dicho, no tuvieron que llegar porque estaban ya en ella desde hacía mucho tiempo, y nada hubieron de hacer, salvo exteriorizar su presencia.

Los romanos de Kavafis que esperan a los bárbaros visten «sus rojas togas, de finos brocados; / y lucen brazaletes de amatistas, / y refulgentes anillos de esmeraldas espléndidas». Lo que no sabe el lector, ni seguramente la ciudadanía que contempla a los próceres para seguir sus instrucciones ante la pretendida invasión, es que quienes se estaban vistiendo sus mejores galas eran... los propios bárbaros, en una genial maniobra de despiste.

Nuestro tiempo se parece mucho, tal vez demasiado, a los tiempos finales de la antigua Roma. No llegarán los bárbaros del Norte un día, de buenas a primeras, a destuir en poco tiempo una civilización gestada a lo largo de muchos siglos. Han ido entrando poco a poco: esta vez muy pocos vienen desde el Norte y bastantes lo hacen desde el Sur, pero la mayoría no han tenido que desplazarse porque han venido desde dentro; ocuparán los puestos de responsabilidad más elevados ante una mayoría que les dejará hacer en nombre de la tolerancia, que es el nombre sublime, hipócrita y moderno de la desidia. Cuando esa mayoría se dé cuenta será ya demasiado tarde. Quizá lo sea ya.

En la España actual veo hechos, situaciones, personas y comportamientos que encajan demasiado en cuanto vengo diciendo como para que sea casualidad todo lo que ocurre. Hace cuatro o cinco años empecé a sospechar que aquí pasaba algo. Los bárbaros no amenazaban, pero quienes nos gobiernan empezaban a comportarse exactamente como se describe en el poema de Kavafis. Lo hacían tan sumamente bien que nadie se daba cuenta entonces de que eran los bárbaros los que estaban esperando a los bárbaros, y sobre todo haciéndole creer a la mayoría que iban a venir.

Hace cuatro o cinco años me acordé de Ionesco y su parábola de los rinocerontes. Veía a gente a mi alrededor que, sin darle la más mínima importancia a su metamorfosis, se iba convirtiendo en rinoceronte. Hoy estoy seguro de que los rinocerontes son la mayoría en la sociedad española, y su porcentaje se eleva conforme se van subiendo puestos en la escala de las responsabilidades políticas. Ya ni siquiera llaman la atención, es más, quien llama la atención es quien aún conserve su aspecto humano, es decir, quien no ha claudicado de su condición.

 Los bárbaros ya están aquí. Están en el Gobierno y tienen forma de rinoceronte.